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						“La
						verdad y la realidad de la Ciencia Psicoanalítica está
						en el desarrollo único en la historia de la
						civilización, que el genio de Freud, expone, desde la
						organización de la horda primitiva a la actual cultura
						patriarcal imperante que”
						--
						para defenderse de los inevitables cambios y movimientos --, se
						vale del poder que controla las herramientas comunicacionales
						que ayudan y mantienen el statu quo: La irresoluble perversión
						no sublimada y la ambigüedad sexual del varón que
						posee la decisión final en este esquema, donde el macho
						sigue siendo la ley. El cambio está en la educación,
						pero se nos presenta el hecho de que la misma está
						inserta en el desarrollo de cada civilización y ahí
						entramos en la “cultura”. “Cultura” se
						interpreta desde el sacrificio humano para satisfacer a los
						“dioses”, la patria potestad que permitía al
						“varón” hasta matar a un hijo, cercenar el
						clítoris de las niñas (como se practica aún
						en numerosos lugares del planeta) y así recorreríamos
						este trazado “cultural” con otros ejemplos. Es el
						hecho del poder. Ahí se presenta el “asunto”,
						como tener el poder para educar y que “los varones
						cambien la cabeza”. “Sin eso nada sirve”. No
						es pretender el matriarcado, sino una genuina igualdad, pero no
						con las pautas que impuso el varón. Quiénes
						fueron educados y formados para ser represores presentan un
						problema insalvable, y ahí es donde deberíamos
						plantearnos, sin ocultarnos, las consecuencias de proseguir sin
						cambiar las pautas culturales que el patriarcado satisface su
						sadismo sobre lo femenino (prácticamente el 50% de la
						población mundial). Si la mujer no interviene
						activamente en este momento histórico, no tendremos
						futuro. El varón seguirá siendo un represor. El
						“varón” represor no permitió desde el
						principio de la historia la participación de la mujer. 
						
						“La
						verdad y la realidad de la Ciencia Psicoanalítica está
						en el desarrollo único en la historia de la
						civilización, que el genio de Freud, expone, desde la
						organización de la horda primitiva a la actual cultura
						patriarcal imperante que”,
						la
						mujer ha sido y es un objeto y una mercancía para el
						varón. Desde el jeque hasta el “varón”
						más indigente de una favela o villa miseria el
						comportamiento es idéntico en la utilización del
						“poder”; sin considerar a la mujer como persona. Es
						un hecho “cultural”. Los perversos con poder, desde
						un emirato hasta el área de los indigentes, hacen
						víctimas a quienes son “atrapados” por las
						“creencias indiscutibles”. La necesidad de los
						hombres de controlar a las mujeres ha sido tal, que le ha
						llevado desde los tiempos antiguos a privarlas de sus valores
						más fundamentales. La historia de las mujeres, es decir,
						de la mitad de la humanidad, apenas aparece esbozada en los
						libros de texto. 
						
						“La
						verdad y la realidad de la Ciencia Psicoanalítica está
						en el desarrollo único en la historia de la
						civilización, que el genio de Freud, expone, desde la
						organización de la horda primitiva a la actual cultura
						patriarcal imperante que”,
						durante siglos la mujer ha sido silenciada y tan sólo en
						algunos casos aparecen personajes femeninos rodeados de un halo
						de misterio. La cultura masculina ha tiranizado las relaciones
						entre géneros imponiendo su autoridad en todos los
						ámbitos: sociales, religiosos, políticos y
						culturales. De ahí que aún hoy día la
						mujer sufra una constante discriminación que sigue
						negando la igualdad de derechos con respecto a los hombres. La
						tortura de mujeres, tanto en el ámbito doméstico
						como en el institucional, es una práctica cotidiana. 
						
						Osvaldo
						V. Buscaya (1939/2024) 
						
						OBya 
						
						Psicoanalítico
						(Freud) 
						
						***** 
						
						Crítica
						del psicoanálisis desde el psicoanálisis y su
						comprensión e interpretación bajo la luz de la
						filosofía moderna, de la cual no es sino un fruto (IV) 
						
						On: 01/11/2024 
						
						BRUNO
						ODDONE /
						Cuarta entrega: Un momento crítico. El deseo en las
						masas y la explosión del sujeto. Teoría de las
						identificaciones. Genio y disparate en Freud. Elogio de un
						filósofo y analista ítaloargentino 
						
						Esta
						entrega se la dedico a la vida y memoria de don Juan Carlos de
						Brasi. Y a dos grandes amigos que, por serlo, me honran:
						Alejandro Raggio y Manuela Wörle. Y a un colega, cuya
						serenidad y sapiencia me inspiran: el dott. Riccardo Cocchi. 
						
						A
						todos ellos, grazie. 
						
						Índice 
						
						1.
						Una dupla indomeñable: genio y disparate en Freud 
						
						2.
						Crítica freudiana 
						
						3.
						Teoría de las identificaciones 
						
						4.Elogio
						di un filosofo e analista italo-argentino: don Juan Carlos de
						Brasi. Buonànima 
						
						5.
						Sobre lo «productivo» y deseante en
						lo metaempírico de la grupalidad
						freudiana 
						 
						
						1.
						Una dupla indomeñable: genio y disparate en Freud 
						
						Psicología
						de las masas y análisis del yo (1921)
						se presenta como un texto límite. Según el
						filósofo y psicoanalista ítaloargentino Juan
						Carlos de Brasi (1939-2017), supone la explosión del
						sujeto y el correspondiente desfondamiento subjetivo en la obra
						freudiana (de Brasi, 2008). En efecto, desde la propia
						introducción Freud dice que en la vida anímica
						del individuo -esto es, en su alma[1]- el otro cuenta de forma
						determinante, ya como modelo, ya como objeto, ya como auxiliar,
						ya como enemigo. Es desde el comienzo mismo que lo individual
						está poblado por lo colectivo, y la psicología
						(esto es, un saber o discurso racional sobre el alma) que de
						ello da cuenta, claro está, no es ni puede ser la
						excepción. 
						
						Se
						trata de un problema.[2] «Todos los vínculos que
						han sido hasta ahora indagados preferentemente por el
						psicoanálisis, tienen derecho a reclamar que se los
						considere fenómenos sociales» (Freud, 1921/1979,
						p. 67). Empero, el camino que escogerá Freud no será
						sino inverso al que trazarán –como
						hemos visto en la primera entrega de esta serie crítica-
						Deleuze y Guattari. Mientras que para éstos, como
						señalamos, la producción social es primera
						respecto a una formación de llegada como la familia,
						para aquél la pulsión social no es ni primera ni
						mucho menos irreductible; viendo, además, plausible que
						sus comienzos «pueden hallarse en un círculo
						estrecho, como el de (justamente) la familia» (Freud,
						1921/1979, p. 68). Familiarismo sacrosanto. Y hablando claro:
						no se trata más que de la familia del propio señor
						Freud y, consecuentemente, su novela. Pero habrá que ir
						parte por parte, es decir, analíticamente. 
						
						El
						material en virtud del cual puede construirse una psicología
						teórica de las masas parece ser en Freud (1921/1979)
						nada más que «la observación de la reacción
						alterada del individuo», ya que los problemas de aquélla
						son planteados con relación a éste. En efecto,
						Freud se pregunta qué es una masa (en el período
						de entreguerras del siglo de las masas), pero no para valorar
						en sí mismos los problemas de una psicología
						social, sino para ubicarlos en torno a cómo influyen
						sobre la vida del individuo, cómo alteran su alma. Sin
						embargo, las respuestas que luego construye son en ambos campos
						–social e individual- igualmente novedosas, como se verá
						a continuación. Freud se apoya en un texto –por lo
						demás famoso en la época- de Le Bon,
						intitulado Psicología de las masas.[3] En
						él, dice Freud (citando extensamente), Le Bon propone la
						idea de que, más allá de la especificidad de los
						individuos que componen una masa, por el mero hecho de hallarse
						en una, se ven dotados «de una especie de alma colectiva»
						(Le Bon, citado en Freud, 1921/1979, p. 70). Ahora bien, Freud
						está de acuerdo con esta tesis, pero entiende que le
						falta algo, a saber: si los individuos están ligados en
						una masa -lo que les da un alma colectiva-,[4] tiene que haber
						algo que los una. Es precisamente este algo el que queda sin
						respuesta en Le Bon. Este algo es el que también, a la
						postre, constituirá uno de los grandes aportes
						freudianos a la psicología de los colectivos. 
						
						Le
						Bon entiende que el número de la masa precipita en el
						individuo un «sentimiento de poder invencible» que
						libera sus instintos más arcaicos (hecho que de haber
						estado solo no podría haber exteriorizado). Cuanto más
						anónimo deviene en la masa, tanto más puede dar
						rienda suelta a los mencionados instintos. Se produce así
						una suerte de contagio, una propagación de lo
						irracional. Freud, por su parte, entiende que las condiciones
						que la masa produce le permiten al individuo levantar la
						represión que pesa sobre sus mociones pulsionales
						inconscientes. El individuo no deviene nada nuevo en la masa,
						sino que simplemente exterioriza eso inconsciente que contiene
						«como disposición [constitucional], toda la
						maldad del alma humana» (Freud, 1921/1979, p. 71)
						(cursivas agregadas). En este punto es verdaderamente imperioso
						recordar el enunciado artaudiano en virtud del cual se les dice
						a los directores de los manicomios (y a los gobernantes todos):
						«déjennos reír». Evoca en nuestro
						espíritu el famoso debate entre los señores
						Foucault y Chomsky, donde las expresiones del calvo son un
						poema. Como había escrito en Les mots et les
						choses «… on ne peut qu’opposer
						un rire philosophique…».[5] En este punto del
						discurso-novela freudiano (1921), hacen su reaparición
						en escena lo inconsciente maligno –ya
						había aparecido, por ejemplo, en la doctrina de la
						interpretación de los sueños- y el buen
						vigilante, es decir, el protector de nuestra salud
						mental. Como oportunamente dimos cuenta, existe un modo de
						concebir la cosa de manera contrapuesta, una interpretación
						del inconsciente para la cual el mismo no expresa nada, no
						quiere decir nada y ni siquiera se tiene como algo dado. En tal
						línea el inconsciente no es sino productivo y, como tal,
						hay que producirlo.[6] Ello no quiere decir nada, pero
						funciona. 
						
						Pero
						por el momento es necesario volver a volver (revolver,
						literalmente) a Freud y los colectivos. El superyó, la
						instancia, entre otras cosas, moral, se toma un descanso en la
						formación de masa: «la desaparición de la
						conciencia moral o del sentimiento de responsabilidad no ofrece
						dificultad alguna para nuestra concepción» (Freud,
						1921/1979, p. 71). Al contrario. La descripción de la
						masa es la que sigue: impulsiva, voluble y excitable. No se
						mueve sino por lo inconsciente. Puede ser ora cruel, ora noble,
						ora abnegada; en todo caso, nunca prima lo personal en este
						tipo de formación –ni siquiera el «interés»
						de autoconservación-. La masa hace que desaparezcan los
						límites que de ordinario el individuo no traspasaría.
						Produce un sentimiento de omnipotencia. La masa también
						es influenciable, y acrítica. Piensa por imágenes
						y la razón no legisla en su relación con la
						realidad. Así como el proceso primario, la masa no
						conoce la duda ni la falta de certeza. Tiene una inclinación
						hacia los extremos y sólo puede ser excitada por
						estímulos poderosos. «Quien quiera influirla no
						necesita presentarle argumentos lógicos; tiene que
						pintarle las imágenes más vivas, exagerar y
						repetir siempre lo mismo» (Freud, 1921/1979, p. 75)
						(las cursivas han sido agregadas). En la medida en que no duda
						y, a la vez, es consciente de su poder, «es tan
						intolerante como obediente ante la autoridad» (Freud,
						1921/1979, p. 75). Pide de sus héroes demostraciones de
						poder, porque en el fondo «quiere ser domina y sometida,
						y temer a sus amos» (Freud, 1921/1979, p. 75). Las
						palabras tienen un gran poder sobre ellas. Entonces, hágase
						(si le place) las siguientes preguntas: ¿puede
						sorprender a alguien la impresionante, imponente e impotente
						masa de «psicoanalistas» que pululan acá y
						acullá? ¿No se ve que hay un dios, un profeta, un
						texto sagrado, un coro de ángeles, un fondo oscuro de
						exiliados, desterrados, ángeles caídos y
						expulsados, sectas ora conservadoras, ora progresistas, ora
						revolucionarias, toda una escolástica de lo que no debe,
						puede ni quiere ser escuela? ¿No ven, digo, que el
						«psicoanálisis» devino una religión
						más? ¿Otra ideología? ¡Pues estaban
						advertidos, jóvenes! 
						
						Por
						último, las masas no buscan la verdad, sino ilusiones.
						¡Ay! Al igual que en la hipnosis y en los sueños,
						en el alma de las masas el examen de la realidad desfallece
						ante las mociones de deseo investidas afectivamente. ¡Ya
						se ve qué tipo de fenómeno primitivo y maligno es
						la masa! Hasta aquí el desarrollo de la «brillante
						descripción del alma de las masas» realizada por
						Le Bon y retomada por Freud. 
						
						2.
						Crítica freudiana 
						
						Inmediatamente
						después de haber calificado como «brillante»
						la descripción leboniana, Freud aclara que, en realidad,
						«ninguna de las tesis de este autor aporta nada
						verdaderamente nuevo» (Freud, 1921/1979, p. 78). Bueno,
						un pelito pasivo-agresivo, ¿no? No importa. Si bien
						comparte la totalidad de los fenómenos caracterizados
						por él, entiende que hay otros que no han sido
						observados, y de los cuales puede surgir «una estimación
						mucho más alta del alma de las masas» (Freud,
						1921/1979, p. 78). Lógico, ¿quién, sino
						él, podría llevar a buen puerto tan magno
						servicio a la ciencia? 
						
						Freud
						desliza aquí una primera hipótesis, por lo demás
						interesante –y poco novedosa-, a saber: que los productos
						del genio, ya del artista, ya del pensador, «acaso no
						hagan sino consumar un trabajo anímico realizado
						simultáneamente por los demás» (Freud,
						1921/1979, p. 79). Desde luego, mucho más fina es la
						teoría kantiana del genio, donde este no es sino
						naturaleza inconsciente. El profesor Félix Duque lo
						explica así: 
						
						Desde
						el punto de vista del entendimiento, la naturaleza se
						presentaba como una máquina, abierta al conocimiento
						progresivo de las ciencias y regida por la Analítica de
						los Principios (en la primera Crítica).
						Ahora, desde la imaginación creadora, la naturaleza
						aparece toda ella referida a la finalidad, pero en tres
						estratos que por así decir van incurvándose,
						interiorizándose reflexivamente: a) como disposición
						a la conformidad indeterminada a fin (la belleza), b) como
						ruptura de toda conformidad, pero para apuntar -en su desmesura
						y poder- a un fin que la trasciende y que ella prepara (casi
						por expulsión del hombre de su seno: lo sublime), y c)
						como irradiación inagotable de fines (conceptos) en
						cuanto facultad de ideas estéticas (el genio como
						naturaleza en el sujeto) (Duque, 1998, p. 144). 
						
						Del
						punto c, es decir die Natur im
						Subject, digamos lo siguiente: el sujeto de las artes es el
						genio que habita en algunos sujetos. Ahora: ¿cómo
						puede ser el genio el sujeto del arte si el arte es producción
						por libertad y razón? Aquí hay una deficiencia en
						la definición kantiana. «¡A menos que
						entendamos –dice Félix Duque – que la
						fuerza inconsciente de la naturaleza es la
						base de ambas!») (1998, p. 142) (itálicas en el
						original). Por lo demás, la «metapsicología»
						freudiana, como hemos visto en entregas anteriores y como
						veremos en entregas subsiguientes, es y no puede ser sino, por
						su propia esencia, procedencia y sentido, filosofía y,
						más precisamente, filosofía especulativa,
						inscripta en una tradición, a saber: la alemana. 
						
						Pues
						bien, dos son los principios psicológicos básicos
						de la formación de masa: un notable incremento del
						afecto y las emociones en los individuos que la forman, y un no
						menos notable decaimiento de su capacidad intelectual y poder
						de enjuiciamiento. Pero el hecho notable del psicoanálisis
						no es ese, sino el siguiente: buscar la comprensión
						de la psicología de masas a través del deseo o,
						más simplemente, del concepto de libido. La libido
						no es sino la energía «considerada como magnitud
						cuantitativa» –aunque todavía no medible- de
						todas aquellas pulsiones relacionadas a lo que Freud llama, en
						este texto, amor. Y por amor entiende aquel que tiene por meta
						la unión sexual, aquel que se siente hacia sí
						mismo, también el filial, la amistad, la filantropía
						y el amor a objetos e ideales. Como se ve a todas luces, se
						trata de una concepción muy amplia del amor. La misma
						descansa en el hecho de que las formas que se presentan no son
						sino las expresiones mismas de las mociones pulsionales que,
						entre los sexos -dice Freud-, se esfuerzan en el sentido
						(hindrägen) de la unión sexual. Y aunque
						pueda ocurrir que se esfuercen en otro sentido, como el de
						apartarse (abdrängen), siempre conservan su
						«naturaleza originaria». Por último, y como
						es harto evidente, esta concepción ampliada del amor no
						es un invento analítico ni mucho menos, antes bien, se
						encuentra en la historia del hombre por espacio de milenios.
						Naturalmente, Freud lo sabe: 
						
						Por
						su origen, su operación y su vínculo con la vida
						sexual, el «Eros» del filósofo Platón
						se corresponde totalmente con la fuerza amorosa {Liebeskraft},
						la libido del psicoanálisis (…); y cuando el
						apóstol Pablo, en su famosa epístola a los
						Corintios, apreciaba el amor por todo lo demás, lo
						entendía sin duda en este mismo sentido «ampliado»
						(…) (Freud, 1921/1979, p. 87). 
						
						Las
						pulsiones amorosas merecen el nombre de sexuales. Entonces,
						¿qué sucede en la formación de masas con
						estas pulsiones? Freud (1921/1979) adopta la siguiente premisa,
						a saber: los «vínculos de amor (o, expresado de
						manera más neutral, lazos sentimentales) constituyen
						también la esencia del alma de las masas» (p. 87).
						El lazo que une a las masas, ese poder que fue descuidado por
						Le Bon, no es sino el Eros (lo que, además, cohesiona
						todo en el mundo).[7] El individuo que se ve subsumido en
						ellas, tal vez -dice Freud-, lo hace por amor. Tal vez sea por
						amor, entonces, que el mal se libera. Otra vez: el bien que
						hace mal. ¡Sublime, literalmente! 
						
						Ahora
						bien, han de distinguirse diversos tipos de masas. Las hay con
						un alto grado de organización y también las hay
						completamente desorganizadas. Las hay con jefes y las hay
						acéfalas. Los dos ejemplos que Freud estudia son el
						ejército y la Iglesia. Éstas, sostiene, son masas
						artificiales o, como dice de Brasi, artefacticias o
						artefactos,[8]en la medida en que se emplea una cierta
						compulsión externa, ya para prevenir su disolución,
						ya para prevenir algún cambio estructural. Son masas
						artefacticias en tanto descansan en construcciones de tipo
						«simbólico-funciones socialmente sancionadas (…).
						Están revestidas por distintas formaciones ideológicas
						que coexisten y pugnan por darles una orientación
						determinada» (de Brasi, 2008, p. 40). El espejismo que
						rige en ambas formaciones es el mismo: el jefe. Ya sea que se
						trate de Cristo (si se toma la iglesia cristiana) o del general
						en el ejército, la figura es la misma. De tal suerte, la
						ligazón que une a los feligreses con Cristo no puede ser
						sino la misa que une a los feligreses entre sí. En el
						caso del ejército se encuentra una diferencia
						económico-estructural para con la Iglesia, esto es: la
						jerarquía. En efecto, «cada capitán es el
						general en jefe y padre de su compañía,
						y cada suboficial, el de su sección» (Freud,
						1921/1979, p. 90) (cursivas agregadas). Curiosamente, la mafia
						funciona igual. El boss es el padre de toda la
						familia, el capo di tutti capi, y cada capo un
						sub-padre de su «sección», «compañía»
						o «pandilla». De su grupo. Y aunque en
						la Iglesia también haya una estructura jerárquica,
						como la hay, en ella sin embargo no cumple un papel
						determinante desde un punto de vista económico. Freud le
						responde a quienes podrían objetarle que tal explicación
						de los vínculos libidinales entre los componentes de un
						ejército obvia las ideas asaz importantes de Patria, y
						Nación, y Gloria, y, ciertamente, la de Estado, etc.,
						sin embargo, dice Freud, y aunque todas estas ideas sean muy
						atendibles y, verdaderamente, determinantes en el devenir
						histórico, no constituyen sino casos diversos de
						ligazones de masas, no tan sencillos como el del ejército
						y su general. Acto seguido, desliza la posibilidad de trabajar
						qué sucede cuando la figura del jefe personal es
						sustituida por la de una idea rectora. Lamentablemente, este
						problema nunca es abordado con detenimiento en Psicología
						de las masas. 
						
						Recapitulando:
						en cada una de estas dos formaciones de masas artificiales los
						individuos que las componen poseen una doble ligazón
						libidinal, a saber: cada uno para con el jefe –Cristo y
						el general-, y cada uno para con los otros individuos que
						tienen por jefe al mismo sujeto. En este punto Freud se plantea
						un problema completamente sesgado merced del concepto que
						presupone del elemento problemático: la falta de
						libertad del individuo en el seno de la masa. En efecto: en la
						apoteosis dionisíaca de la fiesta o la orgía, ¿el
						individuo es menos libre? En realidad, es un problema dos veces
						mal planteado: primero, porque el individuo es un mito;
						segundo, porque no se explica qué se entiende por
						libertad. De suerte, para Freud no hay mayor libertad que la de
						no ser un individuo. Tal es, y no otra, la base del liberalismo
						anglosajón. Luego entiende que si el individuo en una
						formación tal está sujeto a una doble ligazón
						libidinosa no será difícil derivar de ese nexo
						«la restricción y alteración observada en
						su personalidad» (Freud, 1921/1979, p. 91). Otro indicio
						de lo mismo –dice-, proviene del fenómeno del
						pánico que puede observarse especialmente en los
						ejércitos. El pánico, en estas formaciones,
						acaece cuando la masa se descompone. Ya no se escuchan las
						órdenes del jefe, cada quien vela por sí y,
						fatalmente, cobra primado el célebre principio (liberal,
						obviamente) del «sálvese quien pueda» o
						«cada hombre por su cuenta». Las ligazones
						libidinales han sido cortadas y, como corolario, no puede
						emerger sino una inmensa angustia sin sentido.
						Pero: ¿qué es lo que produce este aluvión
						angustiante? Ciertamente, no puede ser la magnitud del peligro
						que se enfrenta, porque en cualquier otro caso el mismo
						ejército lo habría enfrentado con hidalguía
						–tal vez en este punto jueguen un papel determinante las
						ideas que se le objetaba a Freud no tener suficientemente en
						cuenta-. El pánico que ahora habita en el alma del
						ejército no puede ser producto del tamaño del
						peligro; antes bien, es propio del pánico el ser
						producido por elementos nimios que, objetivamente, no
						representan peligro alguno. Cuando los individuos, presos del
						pánico, comienzan a cuidar de sí mismos sin
						miramientos hacia los demás, no pueden sino darse
						cuenta, en ese mismo proceso, que las ligazones afectivas –que
						hasta entonces solapaban el peligro- han cesado. La masa no era
						comunidad, y en realidad no había ningún amor
						auténtico. 
						
						Sucede,
						según Freud, que «la angustia pánica supone
						el aflojamiento de la estructura libidinosa de la masa y ésta
						reacciona justificadamente ante él, y no a la inversa
						(que los vínculos libidinosos de la masa se extingan por
						la angustia frente al peligro)» (Freud, 1921/1979, p.
						92). De ahí que sea determinante cuando se combate
						contra una formación jerarquizada a tal punto atacar de
						modo céfalo-caudal, y concentrar la energía
						agresiva en contra de los últimos pisos del edificio. En
						otras palabras: pegarle en la cabeza. Igual de determinante es
						el hecho de que la formación de ataque carezca de una
						estructuración jerárquica, reservando por lo
						menos toda un ala de su poder al montaje de máquinas de
						guerra totalmente nómades, acéfalas y anárquicas.
						«La pérdida, en cualquier sentido, del conductor,
						el no saber a qué atenerse sobre él, basta para
						que se produzca el estallido del pánico (…)»
						(Freud, 1921/1979, p. 93). Se erige como regla el hecho de que
						al desaparecer la ligazón libidinal de los integrantes
						de la formación de masa para con el conductor en jefe,
						desaparecen igualmente las ligazones entre ellos y, de ese
						modo, la consistencia de la masa deja su lugar al fugar de mil
						flujos enloquecidos. En el individuo -dice Freud en 1921-, la
						angustia es el producto de la magnitud del peligro que enfrenta
						o de la ausencia de ligazones afectivas (investiduras
						libidinales): tal es el caso de la angustia neurótica.
						Del mismo modo, sostiene, el pánico emerge a raíz
						del aumento de peligro que afecta a todos o por el corte de las
						ligazones libidinales que cohesionaban la formación de
						masa. 
						
						Los
						elementos de las comunidades religioso-libidinales aman a su
						jefe y se aman entre sí. Pero ¿qué sucede
						con quienes no son parte de esta comunidad amorosa? Pues para
						quienes no aman al jefe, no hay sino «dureza y falta de
						amor».[9] «En el fondo, cada religión es de
						amor por todos aquellos a quienes abraza, y está pronta
						a la crueldad y la intolerancia hacia quienes no son sus
						miembros» (Freud, 1921/1979, p. 94). Muy cierto: basta
						preguntarle a un lacaniano qué piensa sobre un
						kleiniano, ¿no? O más simplemente a un
						psicoanalista sobre cualesquiera teorías y prácticas
						que no sean sino las suyas (im)propias. Si hoy en día,
						dice Freud (1921/1979), esta crueldad no aparece tan
						intensamente como en siglos pasados, la causa no ha de buscarse
						en una dulcificación de las costumbres,
						sino en el «innegable debilitamiento de los sentimientos
						religiosos y de los lazos libidinosos que dependen de ellos»
						(p. 94). Y aquí Freud es verdaderamente audaz en la
						medida en que sostiene que, si otro lazo de masas emerge y
						reemplaza al religioso-cristiano -como parecía hacerlo
						por esos tiempos el socialismo- será igual de
						intolerante hacia los extraños –los extranjeros
						ideológicos de todo tipo- que en la época de las
						luchas religiosas. [10] 
						
						Se
						dijo que la formación de masa tiene un asiento
						libidinal. Ahora bien, tal es el que produce que el narcisismo
						de cada individuo sea restringido a favor de la masa, en la
						medida en que el amor por sí mismo no encuentra una
						barrera sino en el amor por lo ajeno, por los objetos. Este es
						otro argumento que abona la tesis freudiana en el sentido
						siguiente: si en la masa se acota el narcisismo, hecho que no
						ocurre fuera de ella, se obtiene un «indicio concluyente
						de que la esencia de la formación de masa consiste en
						ligazones libidinosas recíprocas de nuevo tipo entre sus
						miembros» (Freud, 1921/1979, p. 98). La pregunta que se
						presenta como evidente es la siguiente, a saber: ¿de qué
						índole son tales ligazones? Las pulsiones que operan en
						la masa no pueden perseguir una meta directamente sexual, es
						decir, deben estar desviadas de su meta originaria, mas no por
						ello actúan de manera menos poderosa. Pero lo
						determinante es lo siguiente; hay todavía otra forma de
						ligazones afectivas, a saber: las identificaciones. 
						
						3.
						Teoría de las identificaciones 
						
						Una
						identificación no es sino la «más temprana
						exteriorización de una ligazón afectiva con otra
						persona» (Freud, 1921/1979, p. 99). La identificación
						en el varoncito, dice Freud (1921/1979), prepara el terreno
						para el complejo de Edipo en la medida en que hace de su padre
						un ideal. Al mismo tiempo, el chiquillo inviste a la madre como
						objeto según un apuntalamiento anaclítico. Dos
						lazos diferentes se dibujan así: con el padre una
						identificación que lo erige como modelo, y con la madre
						una investidura sexual de objeto realizada de modo directo.
						Durante un tiempo el niño sobrevive con esta dualidad,
						pero, sostiene Freud, la unificación de la vida anímica
						se hace inminente adviniendo de tal modo el complejo de Edipo.
						La identificación con el padre se torna hostil «y
						pasa a ser idéntica al deseo de sustituir al padre
						también junto a la madre» (Freud, 1921/1979, p.
						99). Por qué es pertinente esta historia, cabría
						preguntarse. Pues en la medida en que Freud muestra que la
						identificación, desde los comienzos, es ambivalente: ora
						amorosa, ora destructiva. «Se comporta como un retoño
						de la primera fase, oral, de la organización libidinal,
						en la que el objeto anhelado y apreciado se incorpora por
						devoración y así se aniquila como tal»
						(Freud, 1921/1979, p. 99). Puede ocurrir también que la
						identificación reemplace a la elección de objeto,
						es decir, que la elección de objeto regrese hasta la
						identificación. Bajo la formación de síntomas,
						por la represión y la supremacía de los
						mecanismos del inconsciente, la elección de objeto
						puede volver a la identificación, esto es, que «el
						yo tome sobre sí las propiedades del objeto»
						(Freud, 1921/1979, p. 100). Los síntomas pueden ser como
						la culpa: «histérica has querido ser tu madre,
						ahora lo eres al menos en el sufrimiento», o el mismo
						que el de la persona amada –la tos del padre en el caso
						Dora, por ejemplo-; de todos modos, puede ocurrir que la
						identificación no sea sino parcial: en tales casos se
						toma uno o varios rasgos del objeto, mas no la totalidad de
						éste. De los objetos parciales ya hemos hablado en
						anteriores entregas. 
						
						La
						identificación aspira a formar un yo propio a semejanza
						del otro, haciendo de éste un modelo. También
						puede suceder que la identificación se produzca sin
						objeto: el ejemplo freudiano es el de una muchacha que recibe
						una carta de un «amado secreto» que le produce
						celos y un ataque histérico; la identificación
						sería la que sufren sus amigas en la medida que se
						psico-contagian de este estado, merced del querer estar ellas
						mismas en la situación de tener un «amado
						secreto». 
						
						Uno
						de los «yo» ha percibido en el otro una importante
						analogía en un punto (en nuestro caso, el mismo apronte
						afectivo); luego crea una identificación en este punto,
						e influida por la situación patógena esta
						identificación se desplaza al síntoma que el
						primer «yo» ha producido. La identificación
						por el síntoma pasa a ser así el indicio de un
						punto de coincidencia entre los dos «yo», que debe
						mantenerse reprimido. (Freud, 1921/1979, p. 101) 
						
						Es
						decir: las identificaciones son las formas originales de la
						ligazón libidinal para con un objeto, luego puede
						ocurrir que «pasa a sustituir a una ligazón
						libidinosa de objeto por la vía regresiva, mediante
						introyección del objeto en el yo» (Freud,
						1921/1979, p. 101). Por fin, la identificación puede
						producirse en virtud de cualquier comunidad que
						llegue a ser descifrada por un individuo como no-objeto de las
						pulsiones sexuales. «Mientras más significativa
						sea esa comunidad, tanto más exitosa podrá ser la
						identificación parcial y, así, corresponder al
						comienzo de una nueva ligazón» (Freud, 1921/1979,
						p. 101). Ahora bien, la naturaleza de la identificación
						de masa, como es obvio, corresponde a esta última
						posibilidad. De ahí que la comunidad libidinal no se
						produzca sino en virtud de la ligazón identificatoria
						con el conductor. Tales son las conjeturas freudianas. 
						
						Puede
						ocurrir que el objeto se ponga en el ideal del yo.[11] De ese
						modo se puede distinguir la identificación del fenómeno
						del enamoramiento. En efecto, mientras que en éste el yo
						se empobrece en la medida en que se entrega al objeto en una
						postura acrítica, en aquélla no hace sino
						enriquecerse en virtud de la introyección de
						las propiedades del objeto en cuestión. Siendo todavía
						más fino, Freud sugiere que en este último caso
						el objeto no ha sido sino perdido o resignado para después
						ser erigido nuevamente en el interior del yo, modificándolo
						parcialmente según el modelo del objeto perdido. En el
						enamoramiento, por el contrario, el objeto persiste como tal y
						es sobreinvestido por el yo a expensas de sí mismo.
						Todavía cabe la pregunta, dice, de si en la
						identificación realmente opera, siempre y en todos los
						casos, la resignación de la investidura de objeto, o si,
						por el contrario, puede conservarse ésta en la
						producción de aquélla. La esencia de la
						respuesta, sostiene, descansa en esta otra alternativa, a
						saber: «que el objeto se ponga en el lugar del yo o en
						el del ideal del yo» (Freud, 1921/1979, p. 108)
						(cursivas en el original). 
						
						Lo
						que también hay que elucidar es cómo las
						tendencias sexuales de meta inhibida logran producir
						comunidades libidinales tan consistentes y duraderas en el
						tiempo. La explicación reside en que estas tendencias no
						son susceptibles de una satisfacción plena, a diferencia
						de las tendencias sexuales sin inhibición en su meta, en
						tanto que éstas experimentan una disminución
						extraordinaria toda vez que alcanzan su destino. El amor
						sensual –para decirlo con los términos freudianos-
						está destinado a desaparecer en cuanto alcance la
						satisfacción, por lo que para sostenerse debe estar
						desde el principio imbuido de componentes tiernos,
						esto es, de meta inhibida o, en su defecto, que se produzca un
						giro en tal sentido. El desarrollo efectuado hasta aquí
						le permite a Freud desarrollar una fórmula para indicar
						la constitución libidinosa de una masa -aunque
						más no sea como las tratadas hasta aquí, es
						decir, las que poseen un jefe o conductor-, a saber: «Una
						masa primaria de esta índole es una multitud de
						individuos que han puesto un objeto, uno y el mismo, en el
						lugar de su ideal del yo, a consecuencia de lo cual se han
						identificado entre sí en su yo» (Freud,
						1921/1979, pp. 109-10) (cursivas en el original). Luego es:
						¡viva la patria! O: ¡viva el freudismo! 
						
						El
						esquema se dibuja de la siguiente manera: 
						
						  
						
						Freud
						encuentra en la propia comunidad libidinal la explicación
						de porqué el individuo, cuando se subsume en ella,
						pierde autonomía e iniciativa, reaccionando al unísono
						con los demás integrantes y realizando su «rebajamiento»
						a individuo-masa. Además, tal como se
						expresó en el inicio de este texto, los fenómenos
						descritos por Le Bon -debilitamiento de la actividad
						intelectual, desinhibición de los afectos,
						incontinencia, tendencia a transgredir la ley en virtud de la
						exteriorización de los sentimientos y la descarga en la
						acción-, presentan, según Freud, un cuadro de
						regresión de la actividad del alma a un estadio
						precedente, tal como el que se presenta en los salvajes o en
						los niños. Esta regresión no pertenece sino a las
						masas comunes y no a las que poseen una alta organización,
						las artificiales, donde se la detiene. Freud trabaja las
						nociones de Trotter (1916), para quien los fenómenos del
						alma de las masas que han sido descritos descansan en un
						instinto gregario (gregariusness), innato en la especie
						humana como en otras especies animales. Esta tendencia
						gregaria, dice Freud, responde, en términos de libido, a
						lo que en Más allá del principio de
						placer (1920) formuló como el impulso de todos
						los seres vivos de una misma especie a formar unidades cada vez
						más grandes. A lo mejor Freud fuese como un conejito…
						pero no, ciertamente, un tigre. El individuo no puede sino
						sentirse incompleto cuando está solo. La propia angustia
						del niño, por ejemplo, sería una exteriorización
						de este instinto gregario. El individuo,
						entonces, no puede oponerse al rebaño en
						la medida en que tal acción supondría separarse
						de él y precipitar la angustia. Palabras más,
						palabras menos, esta es la hipótesis de Trotter retomada
						por Freud. Éste le objeta a aquél que no
						considera suficientemente el papel que desempeña el
						conductor para la masa; ahora bien, lo que también
						habría que decir es que no sólo Trotter piensa a
						la masa en términos de rebaño, pues
						otro tanto hace el propio Freud. Pareciera que sin el
						Padre la masa no funciona. Obviamente, este apartado
						no se intitula Una dupla indomeñable: genio y
						disparate en Freud en baladí: ya se ha dicho,
						aunque todavía de manera incompleta, en qué
						consiste la genialidad freudiana, a saber: en la introducción
						del deseo o la libido para la explicación de la
						formación de masa. Ahora habrá que decir porqué
						esa genialidad está acompañada del disparate,
						aunque ya se perfile la respuesta. Freud no cree que el hombre
						sea un animal gregario, como estima Trotter. Trabaja, por
						ejemplo, el caso de un ícono varonil sobre el cual recae
						el amor o el enamoramiento de una multitud de jovencitas (¿y
						las viejecitas?). Se supone, dice, que entre ellas no deberían
						considerarse sino como competidoras por el mismo objeto.
						Empero, en la medida en que advierten la imposibilidad de
						realizar su amor, merced del gran número que las
						determina, decantan hacia una solución distinta, a
						saber: la de rendir «homenaje al festejado en acciones
						comunes» y contentarse con compartir «un rizo de su
						cabellera». Sucede que las que eran «rivales al
						comienzo, han podido identificarse entre sí por su
						parejo amor hacia el mismo objeto» (Freud, 1921/1979, p.
						114). Las situaciones pulsionales, dice Freud, habitualmente
						son susceptibles de ser resueltas en diversas direcciones y, de
						tal suerte, no puede sorprender el hecho de que se tienda hacia
						aquella que comporta una cierta satisfacción en
						detrimento de otras, tal vez más satisfactorias en
						potencia, pero objetivamente inalcanzables. 
						
						Originalmente
						lo que prima es la envidia, mas luego ésta se transforma
						en esprit de corps a nivel social. Nadie debe
						destacarse y todos han de poseer lo mismo. «La justicia
						social –sostiene Freud (1921/1979)- quiere decir que uno
						se deniega muchas cosas para que también los otros deban
						renunciar a ellas o, lo que es lo mismo, no puedan exigirlas»
						(p. 114). La conciencia moral, lo mismo que el sentimiento del
						deber, tendrían su procedencia en esta suerte de
						exigencia de igualdad. Freud maneja un par de ejemplos a este
						respecto realmente muy bonitos, a saber; el de los sifilíticos,
						donde dice: «la angustia de estos pobres diablos proviene
						de su violenta lucha contra el deseo inconsciente de propagar
						su infección a los demás; en efecto, ¿por
						qué debían estar infectados ellos solos, y
						apartados de tantos otros?»; y el de un rey judío,
						infinitamente sabio: «igual núcleo tiene la bella
						anécdota del fallo de Salomón. Si el hijo de una
						de las mujeres ha muerto, tampoco la otra ha de tenerlo vivo.
						Por este deseo se reconoce a la perdidosa» (Freud,
						1921/1979, pp. 114-5). La sociabilidad descansa, entonces, en
						la transmutación de un sentimiento «originalmente»
						hostil en una ligazón positiva del tipo de la
						identificación. Freud (1921/1979) es consciente de que
						este no es un análisis completo ni mucho menos, sin
						embargo «(…) dicho cambio –sugiere- parece
						consumarse bajo el influjo de una ligazón tierna común
						con una persona situada fuera de la masa» (p. 115). O
						sea: uno no se angustia por enfermarse, sino por querer
						enfermar a los demás. Pregunta: ¿está, de
						vuelta, hablando de sí mismo? ¿Es una mera
						proyección de un, cómo era… «pobre
						diablo»? 
						
						La
						máquina freudiana parece descarrilar completamente en el
						punto siguiente: en las masas artificiales, como la Iglesia y
						el ejército, se desplegaba el hecho de que todos debían
						sentirse igualmente amados por el jefe o
						conductor. Esa es su exigencia de igualdad, válida
						sólo para la masa, mas no para el jefe. «Todos los
						individuos deben ser iguales entre sí, pero todos
						quieren ser gobernados por uno», dice (Freud, 1921/1979,
						p. 115). Una multitud de iguales, identificados entre sí,
						y un feje: tales son las condiciones para que una formación
						de masa sea capaz de sobrevivir. Todos no han de
						ser sino igualmente esclavos ante el mismo jefe. Ahí
						Freud corrige al bueno de Trotter: el ser humano no es un
						animal gregario (Herdentier), sino un animal de horda
						(Hordentier) que, como
						característica primordialmente destacada,
						tiene un jefe. De esta forma Freud produce las condiciones
						metapsicológicas del leitmotiv de su
						desastre o disparate habitual –su límite cultural,
						por así decir- y, particularmente en este caso,
						las masas edipizadas a partir de un relato fantástico. 
						
						La
						masa, se ha dicho, presentifica un estado del alma humana
						anterior a la del hombre moderno (y europeo y burgués,
						agreguemos ahora). Tal estado no es sino el que presentan las
						hordas primitivas, sostiene Freud. De tal suerte, dice, «la
						masa se nos aparece como un renacimiento de la horda
						primordial» (Freud, 1921/1979, p. 117). Así como
						el alma del primitivo persiste en el individuo moderno, y se
						manifiesta, por ejemplo, a través de los sueños
						cuando el vigilante de la salud mental
						descansa, así la horda primordial se actualiza en una
						multitud cualquiera en la medida en que se producen las
						condiciones para la regresión psíquica, cuando el
						vigilante del alma moderna, el individuo, se borra.
						En tanto que los seres humanos «se encuentran de manera
						habitual gobernados por la formación de masa,
						reconocemos la insistencia de la hora primitiva en ella»
						(Freud, 1921/1979, p. 117). Podría parecer que, de tal
						suerte, la psicología de las masas fuera la más
						antigua de la especie. Pero ¡alto!, no hay que
						apresurarse en tirar afirmaciones ridículas que, de
						suerte, no sean sino conjeturas signadas por la historia que
						goza a los investigadores. Pues tan antigua como la masa, dice
						Freud (1921/1979), es otra figura, a saber: «la del
						padre, jefe, conductor», trinidad sagrada (p. 117). Es
						decir: desde los principios la psicología es tanto
						psicología de masas como psicología
						individual, en la medida en que las masas son
						masas, y el padre, jefe o conductor un
						individuo no masificado. 
						
						La
						que sigue es una historia que no tiene desperdicio.[12] En el
						principio –para decirlo con términos afines- los
						individuos se encontraban ligados del mismo modo que
						los encontramos hoy, mas el Padre de la horda primordial
						era libre (¿como hoy?). El Padre era
						fuerte e independiente y su voluntad no estaba limitada por
						ninguna otra. De tal suerte, el Padre fue el gran Narcisista
						primordial: su yo no estaba ligado libidinalmente más
						que a sí mismo.[13] Los otros no eran amados por
						el capo más que en la medida en que
						satisfacían sus voluptuosas necesidades. Ningún
						objeto recibía de su yo más de lo estrictamente
						necesario. «En los albores de la historia él fue
						el superhombre que Nietzsche esperaba del futuro» (Freud,
						1921/1979, p. 118). 
						
						¡Alto!
						¿Cómo? ¿Conocía Freud la doctrina
						de Nietzsche? ¿En serio? Sabemos que conocía la
						noción das Es, ahora también la
						del Übermensch, también la de Wille
						zur Macht… ¿Entonces? ¿No se enteró
						de la introversión de los instintos? ¿La crítica
						de la moral y la religión? ¿Dionisos y Apolo? ¿No
						se apropió de algunas nociones de Nietzsche a pesar de
						negarlo? ¿No sabía este buen vienés que la
						verdad puja por salir a luz? En fin…  Juan Carlos
						de Brasi, por otro lado, es otro de los críticos de este
						disparate. Dice: «(…) busco (…) mostrar lo
						innecesario de ciertos atajos. Cuando los individuos se han
						identificado entre sí y con el conductor, la exposición
						apela a un “mito científico” en el que
						habían abundado Darwin y sus seguidores. Ya la posición
						de Trotter (Los instintos de la horda, 1916), basada en
						la analogía entre el mundo animal y el humano, como
						continuador del “gregarismo” animal, le había
						dado pie a Freud para modificar, con una leve conmutación
						lingüística, y una inmensa conceptualmente, el
						enfoque protohistórico de Trotter (…)»,
						pasando, como se vio, del ser humano como animal gregario al
						ser humano como animal de horda que, ineludiblemente, es
						dirigida por un jefe. Continúa de Brasi: 
						
						el
						abordaje protohistórico del gregarismo es ahora
						`superado´ por la instalación mítica de la
						horda primordial, o sea, por la renovada imposibilidad de
						ofrecer una explicación científica más
						consistente, adoptando un punto de partida viciado. (…).
						En primer lugar, con la utilización del mito, se
						introduce un aparente dualismo (`pues desde el comienzo hubo
						dos psicologías´) producto de la `transparencia´
						irrefutable que parece destilar dicho relato; cuando en
						realidad se trata de la verosimilitud impuesta por un discurso
						exitoso, el de Darwin. En segundo término, hay un
						escamoteo (…): del mito de referencia se desconocen
						absolutamente sus ritos, sin los cuales aquél
						desaparece. Entonces tampoco se trataría de un mito,
						sino más bien de una leyenda transmitida
						a través de textos disciplinarios. Finalmente, lo
						anterior justificaría una afirmación opuesta a la
						que realiza Freud, que impide, precisamente, `la reconducción
						de una masa a la horda primordial´, tanto metodológica
						como conjeturalmente. La `conjetura´ (así llama al
						mito de acuerdo con la arqueología epocal), al revés
						de su creencia, invalida la analogía totalizante,
						la muda correlación entre masa y padre primordial. Y,
						también, desaconseja volcar el mito sobre las
						situaciones actuales y venideras de un solo golpe,
						naturalizando un ídolo que desnaturaliza su propio y
						recóndito origen (2008, pp. 45-7) (cursivas en el
						original). 
						
						Contundente.
						Pues bien, volviendo a la fábula freudiana, todavía
						hoy, decía Freud en 1921, los individuos-masa hacen
						sobrevivir el espejismo de que su conductor los ama, además
						de que el propio conductor no se comporta sino de manera
						señorial, en la medida en que no necesita amar a ningún
						otro más que a sí mismo, el señor autónomo
						y seguro de sí. ¿Está hablando de sí
						mismo, otra vez? La formación de masa posee un
						carácter ominoso y compulsivo que,
						mediante fenómenos sugestivos –esto
						es, mediante un convencimiento fundado en una ligazón
						erótica-, sale a la luz como reminiscencia de la horda
						primordial. El jefe de la masa moderna sigue siendo el
						Padre de la masa primordial; tanto ésta como aquélla
						no quieren sino ser gobernadas por un ser todopoderoso,
						necesitan de la Autoridad. El Padre primordial es el ideal de
						la masa en la medida en que gobierna al yo reemplazando al
						ideal del yo.[14] Luego, el padre muerto no se convertirá
						sino en el imago de los padres reales, los líderes,
						jefes o cualquier elemento jerárquicamente superior. 
						
						Ahora
						bien, este disparate, como se ha deslizado, fue combatido, en
						el campo de la psicología, por varios autores, entre los
						que se ha destacado a Wilhelm Reich y a Juan Carlos de Brasi.
						En efecto, este último señala (2008): «El
						mito de la horda primordial es un espejismo, una fascinación
						suprahistórica que vicia la comprensión analítica
						de los sucesos colectivos» (p. 48). Y eso por las
						siguientes razones: primero; aparece como un principio evidente
						la unificación retrospectiva de las
						diferencias que acontece en todo grupo o colectivo;
						segundo, el imago del padre muerto es inútil para
						explicar los lugares –en movimiento- de la grupalidad.
						«Se cae, de este modo –dice de Brasi (2008)- en una
						“simbólica” tan intemporal como vacía»,
						aunque después recupera un aspecto:
						como huella de una ley que trabaja allende de lo imaginario.
						Mucho más simple y concreto, tal vez, sería decir
						que se cae en la más vulgar de las edipizaciones.
						Tercero –que deseo resaltar –sugiere de
						Brasi (2008)– especialmente: «es la
						inclusión apresurada del mito de la horda en el ámbito
						de las operaciones y reflexiones terapéuticas, así
						como en el de las elucidaciones casuísticas» (p.
						49). 
						
						Continuemos.
						«Cada individuo –dice Freud (1921/1979) hacia el
						final de su texto- es miembro de muchas masas, tiene múltiples
						ligazones de identificación y ha edificado su ideal del
						yo según los más diversos modelos» (p.
						122). De tal suerte, cada individuo participa del alma de
						muchas formaciones de masa («raza», clase,
						nacionalidad, religión, etcétera), «y aun
						puede elevarse por encima de ello hasta lograr una partícula
						de autonomía y de originalidad» (Freud, 1921/1979,
						p. 122).  En cada caso, el «individuo» que
						está dividido entre todas estas formaciones de masa,
						resigna su ideal del yo para transformarlo en el ideal de la
						masa que encuentra su expresión corporizada en el jefe o
						conductor de la misma. Ahora bien, también sucede que en
						muchos individuos el ideal del yo y el yo no se separan de
						manera importante, de modo que el yo puede conservar una
						importante carga de su vetusta vanidad narcisista. 
						
						Repárese
						en que el yo se vincula ahora como un objeto con el ideal del
						yo desarrollado a partir de él, y que posiblemente todas
						las acciones recíprocas entre objeto exterior y yo-total
						que hemos discernido en la doctrina de las neurosis vienen a
						repetirse en este nuevo escenario erigido en el interior del
						yo. (Freud, 1921/1979, p. 123) 
						
						Resulta
						extraño que Freud sostenga, en este punto, que el yo
						devenido objeto de un ideal producido por sí mismo
						mantenga todavía un escenario donde
						«todas las acciones recíprocas entre objeto
						exterior y yo-total que hemos discernido en la doctrina de las
						neurosis vienen a repetirse», en la medida en que esas
						relaciones, tal como las había planteado la experiencia
						del análisis hasta ese momento, no eran sino edípicas,
						y lo que ahora se hace no es postular un yo-total, sino un yo
						explotado y abierto a una infinita cantidad de identificaciones
						posibles; se trata, a decir verdad, de un individuo que ha
						fugado de sí, que ha enloquecido, y que lo ha hecho
						hacia toda dirección en que sea dable encaminarse. Un
						individuo que, ahora, no se constituye sino en el punto exacto
						donde mil y una líneas lo dibujan, y lo hacen formar
						parte de una cartografía no sólo geopolítica,
						sino también histórico-económica, y
						metafísica. Se trata, para decirlo en una palabra, de
						trascender la limitada escena edípica teatralizada en un
						diván hacia la arena del acontecer social-histórico.
						Se trata, en rigor, de ensuciarse un poco las manos. ¿Por
						qué? Porque la verdad no es limpia ni preciosa, sino
						sucia y desagradable. 
						
						4. Elogio
						di un filosofo e analista italo-argentino: don Juan Carlos de
						Brasi. Buonànima[15] 
						
						Juan
						Carlos de Brasi (1939-2017) fue, entre otras cosas, mentor y
						amigo del ítalomontevideano Alejandro Raggio, quien a su
						vez fue mentor, y es amigo,
						de este ítaloplatense que con sumo agrado esta crítica
						escribe. 
						
						Pues
						bien, de Brasi entiende que Psicología de las
						masas constituye un discurso inaugural. Como si fuese,
						él mismo, un genealogista, escribe: «si pudiéramos
						atribuir una voluntad a aquél (el texto), sería
						la de no permitir cerrarse, ni sobre sí mismo, ni en
						acercamientos impresionistas, veloces desciframientos o
						interpretaciones convencionales» (de Brasi, 2008, p. 9).
						Según él (2008), el análisis de la
						grupalidad como problema constituye el sine qua
						non de Psicología…,
						incluyendo desde los comienzos otras dimensiones problemáticas
						como la complejidad, el movimiento y la diseminación;
						«tres rasgos que rasgan las convicciones
						apresuradas o las clausuras involuntarias, en las que el mismo
						psicoanálisis basa muchos de sus asertos» (p. 10).
						Asertos, no aciertos. La aventura freudiana
						aparece como una intervención en un
						campo de saberes con cierta tradición asentada. La
						complejidad refiere al ineludible camino que todo concepto
						psicoanalítico debe conocer para poder dar cuenta de los
						procesos colectivos y sus mutaciones y momentos caóticos.
						«Las reducciones categoriales, por el contrario, son los
						modos en que un círculo profesional, estamental, etc.,
						se los apropia en su afán de institucionalizarlos,
						someterlos a ciertas relaciones de fuerzas, haciendo escuelas o
						dispositivos similares» (de Brasi, 2008, p. 12). ¿Resuena
						esto en el sur del Sur? ¿Y en el sur del Norte? Pues
						debería. Figúrese esto: escuela de no sé
						qué (no sé qué quiere decir lacaniana).
						¿Cómo podrían no conformar escuela
						deformando cabezas? Es obvio: si un fulano (fulano quiere decir
						mesías francés) alucina transmitir una
						«enseñanza» de un tal maestro clarividente
						(obvio: el dios judío de Viena), hay que levantar, cual
						espléndida construcción fálica
						compensatoria, una sacrosanta escuela de la nadería. Eso
						sí: en francés. Mi dispiace, ma io non
						parlo francese… se non voglio. Delirio de base,
						adolescencia del edificio. Si quieren un padre, porque
						adolecen, ahí lo tienen. Un hombre ilustrado no tiene
						padre, ni dios, ni amo. Luego: Centro tanto y cuánto…
						Lleva el nombre de otro francés. Pensando en él,
						en Félix, digo: las erinias saben de los mentecatos que
						con su nombre hacen excrementos en orden a comérselos en
						su otro nombre: dinero. Ya les visitaron, dejando su infamia a
						la luz del mediodía, enloqueciéndoles, y les
						visitarán de nuevo. Nada hay más despreciable,
						como decía el poeta alemán, que el despliegue del
						autoritarismo basado en la ignorancia. 
						
						Volvamos.
						Un aspecto problemático se presenta debido a la
						traducción de ciertos términos centrales de la
						obra freudiana. En efecto, el término Bindung (vínculo)[16]es
						traducido como lazo (o ligazón) y, por
						extensión, como lazo social.[17] Este error proviene,
						dice de Brasi, de la sociología objetivista francesa
						representada por E. Durkheim. Una importante tradición
						psicoanalítica toma el lien social de
						este autor, que no es sino una noción
						cosista -que sólo refiere a realidades
						constituidas- y coercitiva –«está
						dedicada a fundamentar la constante presión sobre el
						individuo»- y que, por si fuera poco, tiende a
						identificar la divinidad con lo social. También es
						una categoría expresiva detectable en
						los hechos sociales. «El lazo de múltiples
						individuos en unidad se expresa -como muestra
						Durkheim al analizar Las formas elementales de la vida
						religiosa– en lo visible y palpable del animal
						sacrificado, que se ingiere en una ceremonia común»
						(de Brasi, 2008, p. 13). De tal surte, la unidad social expresa
						de modo real en qué medida el animal del sacrificio es
						la divinidad absoluta, determinante. El otro polo
						del lazo social contiene un concepto «orgánicamente
						solidario», la anomia. Ahora bien, nada hay
						en Freud, según de Brasi (2008), de tal concepto. Se
						presenta, antes bien, el proceso de «desvinculación»
						(Entbindung) hacia el final del texto. Lazo, además,
						se define como nudo, mientras que el término vínculo
						«indica una mayor labilidad, un continuo desplazamiento
						(vinculando), supone lo desvinculado en la conexión
						misma y permite, en este caso, una correlación
						conceptual con el empleo del vocablo en campos afines»
						(de Brasi, 2008, p. 14). 
						
						El
						vínculo en Freud tiene una doble relación con
						lo normal y lo patológico.
						En el primer caso el vínculo no se establece merced de
						las relaciones de objeto puesto que las identificaciones
						–condiciones de posibilidad para que haya un sujeto- son
						previas a cualquier relación de objeto propiamente dicha
						(como se vio en el caso que desemboca en el complejo de
						Edipo). En el segundo, «no pueden anidar en las
						relaciones personales e interpersonales anegadas por su
						negación» (de Brasi, 2008, p. 15). Es decir, en el
						lugar en que éstas se despersonalizan precipitando
						un férreo mecanismo de defensa. Uno de
						los grandes méritos de Freud, según de Brasi
						(2008), fue el de haber eludido la noción de persona
						–«base del humanismo soteriológico
						(salvacionista) de cuño cristiano» (p. 15).
						Permítaseme agregar en un sentido completamente distinto
						lo siguiente: la categoría «persona» es una
						construcción clave y compleja en la filosofía del
						derecho del señor Hegel. Afirmo sin pedir permiso:
						mientras más lejos se esté de lo soteriológico
						y hegeliano, más cerca de la verdad se estará.
						Porque no hay salvación ni se necesita, y porque no todo
						lo real es racional, antes bien lo contrario, y porque no todo
						lo racional es real, a menos que los delirios y alucinaciones
						sean reales. Que lo son, pero en otro sentido. Hegel deliró,
						por ejemplo, que después de él ya no habría
						nada. Marx y Bakunin lo acomodaron en su propio siglo, y Camus
						lo ajustició en el siguiente. Por último, el
						concepto de vínculo no supone la existencia de una
						estructura en la medida en que ésta implicaría
						dejar en suspenso la situación y la temporalidad,
						claramente. 
						
						Ahora
						bien, otro de los méritos de Freud, aparte del de haber
						introducido como principio de explicación de la
						formación de masa el concepto de libido -como ya se
						trabajó-, y el de eludir la noción de persona,
						fue el de incorporar la amplia noción de afecto y, por
						añadidura, la de afectar y ser afectado. En efecto, no
						se trata tanto de ansiedades ni de sentimientos en los
						fenómenos de masas, como de afectos en la medida en que
						«ellos se organizan (componen), funcionan (sugestionando)
						y circulan (contagiando) como verdaderos
						regímenes de afectación» (de Brasi, 2008,
						p. 24) (cursivas en el original). En éstos la libido,
						los flujos de energía o, por qué
						no, las máquinas del deseo, (singularmente, prefiero el
						vocablo «tendencia» inactual para referirme
						al Trieb… mejor dicho, prefiero
						decir Trieb si quiero hablar del Trieb, cuyo
						concepto acabo de señalar) son constitutivos de
						las formas de socialidad[18]y de su potencial para
						operar transformaciones radicales. «Para esto la energía
						no debe ser captada en reposo, en estado
						inercial, cuantitativamente (…), sino
						es su diversidad cualitativa, como un fluir
						continuo que es bloqueado y liberado en múltiples
						artificios estructurales, objetales, sistémicos»
						(de Brasi, 2008, p. 24) (cursivas en el original). 
						
						El
						movimiento tiene que ver con el acto de moverse –danzar-
						acompañando al texto y dejándose acompañar,
						reconociendo intensidades emergentes –que no pueden
						acontecer si no es en virtud del encuentro. También
						tiene que ver con «la movilización,
						apropiación y elaboración de lo
						transcurrido que involucra de manera tan peculiar el cuerpo en
						el corpus de la escritura» (de Brasi,
						2008, p. 29) (cursivas en el original). La atención del
						movimiento implica además el sustentamiento de la
						conjetura que refiere al desarrollo metapsicológico de
						la grupalidad. 
						
						[En
						el movimiento]] hay tres direcciones, con supuestos que se
						mantienen resignificados en cada trecho, que son encrucijadas
						donde lo que dura sólo es posible por sus respectivos
						cambios. (…) (el) final (…) es justo el clímax
						en que se revierte toda la problemática tradicional
						sobre la grupalidad, donde aflora otro modo de interrogación
						acerca de sus devenires. (de Brasi, 2008, pp. 29-30) 
						
						Otro
						aspecto destacable de la obra freudiana es la hipótesis
						que hace referencia a la «conexión permanente
						que existe entre los procesos libidinales y los niveles
						institucionales y organizacionales, formales e informales»
						(de Brasi, 2008, p. 50) (cursivas en el original). Lo que
						habría que investigar, en rigor, son los procesos de
						desvinculación (Entbindung), sus dispersiones y
						conexiones, a fin de posibilitar la construcción de un
						saber más consistente sobre la grupalidad. Esto implica,
						dice de Brasi, girar el enfoque con el que se problematiza, a
						partir de las propias categorías del análisis.
						Especial atención merece la noción de sujeto,
						su estatuto e historicidad, los modernos procesos
						de subjetivación, las tecnologías y la producción
						de subjetividades «que hace tiempo abandonaron el
						reclusivo hogar edípico» (de Brasi, 2008, p. 53).
						No siempre, pues algunos llegan a viejos sin haber sido
						adultos. El desarrollo del análisis legado por Freud
						podría encontrar uno de sus problemas fuertes en el
						estudio de la separación-diferenciación,
						dentro del campo que lo desvinculado produce. La rajadura de la
						diferenciación y la desvinculación trae
						aparejadas serias consecuencias para la teoría
						(hipótesis, en verdad, o mito, a secas) del inconsciente
						y para la comprensión de cómo se produce el
						«sujeto psíquico», en la medida de que el
						dinamismo identificatorio no introduce sino nuevos movimientos
						de diversas líneas. El sujeto se dibuja,
						desdibuja y redibuja a cada instante. Ahora el individuo (un
						ello psíquico –según Freud
						(1923/1979)- desconocido e inconsciente), participa
						de muchas masas, por lo que sufre gran variedad de
						vinculaciones identificatorias y edifica su ideal del yo según
						una multitud de modelos. «De este modo la noción
						de sujeto psicoanalítico sufre una transformación
						significativa, cambiando en una escala que no puede esquivase
						durante el acto clínico, aunque tal mixtura deba ser
						desmontada pieza por pieza en ese quehacer» (de Brasi,
						2008, p. 55). En una palabra, se presenta al sujeto
						como multiplicidad. ¡Basta, pues, de papá
						y mamá y los nombres de la nada! ¡Basta de
						oscurantismo y dogmatismo! ¡Basta ya! O no, da lo mismo.
						La verdad destruye ilusiones… por eso los ilusos son
						ciegos y sordos. Y por eso los mercaderes les cantan a los
						sordos y les muestran pinturas a los ciegos. 
						
						Lo
						saliente es que aquél se va deslizando y queda marcado
						por múltiples pertenencias, creencias, reglas de juego,
						formas de participación, posiciones respecto a los
						códigos y costumbres, que sobrepasan los esquemas
						tradicionales y comunicacionales, estrategias de ubicación,
						realizaciones performativas, trazos morales de sus acciones, y
						un sinfín de aconteceres. Todo ello son balizamientos
						que indican que el sujeto no es sólo un «sujeto
						del discurso» o «estructural». (de Brasi,
						2008, pp. 55-6) 
						
						Más
						allá de lo que podría presentarse como una
						discusión con Lacan y el lacanismo – y que lo es
						de hecho- lo que interesa resaltar es que se trata de los
						comienzos de la argumentación con la cual de Brasi
						(2008) despliega su tesis del sujeto explotado. Ex edípico
						–se verá si llega al nivel de lo anedípico-,
						el sujeto entra ahora al ruedo identificatorio de coordenadas
						socio-históricas. Y se encuentra nuevamente, en este
						punto, la genialidad de Freud, en la medida en que Psicología
						de las masas… abre las puertas a una
						comprensión analítica de la construcción
						de la psique como poblada por la historia, los devenires y mil
						acontecimientos ahora recuperados. El entramado
						sociopolítico configura, moldea, configura a los
						individuos según las más diversas maneras que, no
						obstante, poseen en común el rasgo intencional de su
						propia perpetuación. Empero, las modelizaciones
						funcionan con errores, con imprevistos, como una gran máquina
						que, al igual que las del deseo, no funciona sino
						estropeándose. Es en las fisuras de la modelización
						donde aparece la posibilidad de transformación de
						lo instituido en virtud de las potencialidades
						deseantes. De este modo se muestra que «el
						sujeto estalló, a la inversa de lo que se
						afirma comúnmente, en su mismo núcleo y
						se redistribuyó en órdenes
						materiales y reales no cuantificables» (de Brasi, 2008,
						p. 56) (cursivas en el original). Otro día pensaremos si
						esta explosión fue análoga a la del antecedente
						de la creatura, es decir, el tal dios. Porque la explosión
						del dios dejó ansia, soledad y deseos infinitos y por
						definición incumplibles. Es decir: un puro delirio en el
						que hoy, todavía, estamos instalados. 
						
						Ahora
						bien, persiste un problema. En efecto, el psicoanálisis
						postula que el sujeto se funda merced de una escisión
						(Spaltung), presentando la imposibilidad de un comienzo
						unificado, sincrético. Se trata de la diversidad de
						lógicas que trabajan en lo inconsciente y lo
						preconsciente-consciente. 
						
						La escisión sería,
						entonces, dependiente de la multiplicidad de
						lógicas ejercidas pasiva y activamente, por
						estar envuelta desde la raíz en vinculaciones
						colectivas, sea en el estrato que fuere. De manera
						que la lógica de el sujeto,
						o la de el individuo, no son sólo un
						problema mal planteado, un dilema, sino una
						contradicción en los términos. La multiplicidad
						de lógicas y sus nombres precisos
						(inconsciente, borrosa, polivalente, inadecuada, magmática,
						etc.), según la elección de la perspectiva,
						entrañan un desafío real, que avanza desde un
						porvenir, también posible de ser inventado. (de Brasi,
						2008, p. 57) (cursivas en el original) 
						
						Esta
						comunidad de multiplicidades tiene de frente la posibilidad de
						inventar modos inéditos de subjetivación y de
						producción de subjetividad en conformidad con su
						voluntad, ya sea ésta más bien ético-clínica,
						o bien fundamentalmente político-deseante. 
						
						5.
						Sobre lo «productivo» y deseante en
						lo metaempírico de la grupalidad
						freudiana 
						
						El
						análisis de la complejidad, el movimiento y la
						diseminación presenta todavía un problema, a
						saber: la elucidación de la potencialidad productiva y
						deseante que radica en las posibilidades esbozadas a partir del
						estudio de lo metaempírico de la
						grupalidad freudiana, esto es, el problema de las
						identificaciones. Son ellas, en su positividad, las que marcan
						des-en-marcando, y las que critican las nociones de sujeto
						y subjetividad en el seno del análisis. Las
						identificaciones funcionan «como marcas de marcas –no
						sólo como rasgos-, a la manera de
						la Selbsdarstellung freudiana en Más
						allá del principio de placer. Al modo de una unidad
						que no forma sistema. Ordenada pero asistemática»
						(de Brasi, 2008, p. 67). Se presentan como marañas más
						que como modelos, y rara vez aparecen cristalizadas
						–«si un sujeto queda atrapado en alguno de sus
						mecanismos intermedios, y se cristaliza en ellos, las
						identificaciones pierden su capacidad de enriquecimiento
						transitorio, para trocarse en eficaces modelos de alienación»
						(de Brasi, 2008, p. 129). Las identificaciones son como
						laberintos. Presentan el problema, para el análisis, de
						ser confundidas con otros mecanismos, como por ejemplo el de
						asunción de un rol. Su papel es determinante para el
						sostenimiento y funcionamiento de una cultura determinada, en
						la medida en que éstas descansan e incluso tienen como
						motores a aquéllas. «A tal grado que `perder la
						identidad´, `extraviarse en las identificaciones´,
						`no encontrar paradigmas de identificación´ u
						`olvidar el documento que documenta mi identidad´,
						implica romper la norma que normaliza (…)» (de
						Brasi, 2008, p. 69). O, para decirlo en otras palabras, uno de
						los elementos que posibilita el ejercicio del gobierno sobre
						los otros y sobre sí. ¡Feliz aquella pérdida
						en que se gana el mundo entero! ¡Trozos de Aión,
						felicidad de la muerte, cabello solar, ojos de bosque, dientes
						de jazmín, boca de rosa, arcoíris infinitos, vino
						sin límite, multiplicación selvática y
						extática! ¡Olvido de un mundo que es la muerte por
						cansancio, vivencia de un mundo que es la muerte por
						agotamiento feliz! 
						
						Al
						hablar, dice de Brasi, se hace expresar al proceso de
						identificación lo que no expresa, esto es, la identidad,
						y no se pone en su potencialidad lo que reclama, a saber: la
						diferencia. Si se tratase meramente de inequívocos, no
						trascenderían el orden de la fiesta y el chiste. Si
						fuesen equívocos serían los portavoces de
						unidades perdidas, y amenazarían con el soliloquio o la
						incomunicación en tanto que formas puras de la
						vinculación intersubjetiva. Por fin, si no fuesen más
						que multívocos regiría la división como
						principio y fin. De ahí la importancia que reviste
						la univocidad en tanto que no principia ni
						tiende a fines; y de la crítica «a la ilusión
						de un mundo sintactista y del delirio anónimo de la
						coherencia, que no se opone a la incoherencia, sino a la falta
						de unificación activa» (de Brasi, 2008, p. 70).
						Las identificaciones, entonces, no serán pensadas como
						una categoría –no someterán las
						particularidades a una generalidad determinada-, sino como
						un desafío y una estocada al
						corazón de las certezas (de Brasi, 2008). Las
						identificaciones, ya con tal, o cual, ya con una idea, o con un
						acontecimiento, operan como nociones básicas,
						como medida de un conocimiento común en virtud de una
						realidad dada. Empero, las identificaciones no pueden reducirse
						al estatuto de meras nociones; no se trata de una versión
						adjetiva. Tampoco habría que pensarlas como conceptos en
						una versión conceptualista, en la medida en que no es
						menester subsumirlas en la identidad y la universalidad. ¿Qué
						serían las identificaciones, entonces? «Serían
						puras diferencias entre complejos procesos que se resisten a
						ser captados de manera unificada o abarcados en una tipología
						definitiva» (de Brasi, 2008, p. 72). Todavía se
						puede enunciar de otra manera, a saber: «son movimientos
						ideatorios, ideas en curso, pasajeras de los
						bordes, destellos inapresables, luces-sombras irregulares,
						fluyentes temporalidades, series concisas y fulgurantes»
						(de Brasi, 2008, pp. 72-3) (cursivas en el original). Y cuando
						de Brasi (2008) habla de ideas lo hace en por lo menos tres
						sentidos: el de las ideas como problemáticas –a
						partir de Kant-, el de la coexistencia de las ideas en las
						formaciones sociales, sin identidad ni semejanza cognoscibles
						en la medida de que se amasan en la práctica
						–a partir de Marx-, y en el de Deleuze, donde «una
						idea es una multiplicidad definida y continua,
						de n dimensiones» (Deleuze, citado en de
						Brasi, 2008, p. 73). Todavía es dable añadir un
						cuarto sentido: el de Agamben cundo habla de la falta de nombre
						propio de la idea, la cual sólo podría retomarse
						a través de un movimiento anafórico; «la
						anáfora de auto: la idea de una cosa es la cosa misma.
						Esta anónima homonimia es la idea» (Agamben,
						citado en de Brasi, 2008, p. 73). Sólo un régimen
						es el que satisface su complejidad, y tal no es sino «el
						del verbo, no sólo donde se conjugan los actos, sino
						aquél en el que se desencadenan los procesos
						irreversibles, agenciamientos donde el lenguaje vive de los
						silencios, cuerpos, afectaciones metasimbólicas que
						habitan otros mundos» (de Brasi, 2008, p. 73). Todas
						estas características están implicadas en la
						palabra Identifizierung, ya sea ésta empática «al
						rasgo, con el objeto perdido o resbale en el plano transitivo»
						(de Brasi, 2008, p. 74). Posee relaciones de incertidumbre
						agujereadas por doquier, lo que permite que sean abordadas
						desde diversas líneas y bloques de tiempo. Juan Carlos
						de Brasi (2008) lo dice de una manera muy bella: «beben
						actualidad, suspenden el cuerpo en presente eterno, o lo
						impulsan en el sentido de participar en una historia de vida y
						muertes de historias vividas» (p. 74). Así como el
						acontecimiento, cuando se nombran es porque ya no están
						o, lo que viene a ser lo mismo, porque están
						reconocidas. Eludir su enunciación acarrea su
						insistencia, cuya fuerza no es conjurable. «Ambivalencia,
						pero no entre dos polos, sino entre miles de dimisiones»
						(de Brasi, 2008, pp. 74-5). 
						
						El
						ejemplo de de Brasi (2008) es el siguiente: en el punto exacto
						donde se cruzan la identificación heteropática
						–con otro sujeto- y la idiopática –del
						semejante con uno mismo-, se produce lo que se
						denomina nosotros. Luego es la pregunta: ¿quiénes
						somos nosotros?; cuya problematización abre «el
						plural mayestático a la diferencia» (p. 76). De
						tal suerte, se establece cómo lo impersonal –tema
						tan importante en las filosofías de Blanchot, Deleuze y
						Foucault con su cuarta persona del singular- se implica en lo
						que la lengua designa como personal e individualizado.
						«Esos otros son, asimismo, ellos.
						De ese modo todo yo (y nosotros en su
						conjunto), en cuanto síntesis pasiva, es también
						un él» (de Brasi, 2008, p. 76)
						(cursivas en el original). Ahí, y sólo ahí,
						emerge la posibilidad de que nos también
						puedan ser otros. No se trata de la identidad
						en sentido clásico, sino de algo que unifica una ilusión
						–imprescindible según de Brasi (2008)-, o, en otro
						caso, algo que da rienda suelta a una alucinación (lo
						que tal vez no sea más que una diferencia de orden
						intensivo cuali-cuantitativo). Las identificaciones como ideas
						no son un producto totalmente virgen en Psicología
						de las masas…, en realidad Freud ya las venía
						trabajando desde un tiempo atrás. Concretamente, en su
						correspondencia con Fliess, dieciocho años antes de la
						publicación de Duelo y Melancolía,
						describía al mecanismo identificatorio merced de ciertas
						manifestaciones mediante las cuales los impulsos hostiles
						contra las figuras paternas cambian su dirección contra
						el propio sujeto, en forma de castigo o reproche o
						castigo interno. Freud «afirma en la carta a Fliess
						del 2 de mayo de 1897: `Existe una justicia trágica en
						el hecho de que la acción de rebajamiento a
						que se somete al jefe de familia en relación a la
						sirviente, sea atenuada mediante la autodegradación que
						se inflige la hija»[19] (Freud, citado en de Brasi, 2008,
						p. 88) (cursivas en el original). Se hace hincapié en el
						rebajamiento, sostiene de Brasi, en la medida de que es a
						través de él cómo se da cuenta
						del achicamiento del yo en Duelo y
						melancolía (1917), donde acaece
						esa extraordinaria rebaja del melancólico en su
						sentimiento yoico. Merced de las identificaciones, con su
						respetiva movilización pulsional y de representaciones,
						se forma el argumento de una novela no ya familiar,
						sino sociofamiliar, «que cuestiona tanto la
						ficción del género novelesco como la imaginación
						naturalista de la familia» (de Brasi, 2008, p. 89). Y ahí
						de Brasi (2008) agrega: «lo único que intento
						destacar es que, desde los comienzos de la práctica
						psicoanalítica, las dimensiones del socius atraviesan
						su discurso se lo acepte o no» (p. 89). Ça
						va sans dire! En efecto, no sería sensato
						contradecir esta afirmación. No debería haber
						dudas de que el socius puebla la experiencia
						analítica. Empero, cabe la sospecha de que la novela que
						se plantea –con los atributos señalados-, no sea
						tanto sociofamiliar como familiar-social. Es decir, persiste la
						duda de si el análisis hace de su problema inicial
						–en Psicología de las masas– un
						mejor comienzo que el de las coordenadas familiares, haciendo
						de éstas un lugar de llegada, y no de inicio. En todo
						caso, este es un problema determinante para la surte del
						análisis y, tal vez, no dependa sino de la voluntad del
						analista, más allá de todo azar necesario. 
						
						La
						identificación, en su forma más «originaria
						e hipotética», es la que modela al yo. «Está
						enclavada –dice de Brasi (2008)- en la prehistoria
						(dimensión conjetural) misma del complejo de Edipo»
						(p. 95). En esa línea, la incorporación del padre
						merced del «deseo» del niño lo erige a aquél
						como ideal. 
						
						La
						palabra Einverleibung (incorporación)
						que Freud introdujo en la tercera edición de los Tres
						ensayos de teoría sexual, al hablar de
						`incorporación del pecho materno´, generó
						muchos equívocos, donde se trató un nivel
						metafórico como si fuera un plano observacional. (…).
						Para superar esta alucinación será necesaria una
						teoría conjetural del sujeto deseante, de las
						temporalidades particulares (fases) y de
						nociones anobjetales como, por ejemplo, la de
						“petit a”. (de Brasi, 2008, pp. 95-6) 
						
						La
						palabra Einverleibung implica mucho más
						que tragar algún objeto, sin importar su estatuto de
						realidad. Refiere al acto en virtud del cual el lenguaje supera
						tanto a los significantes como a las significaciones. A través
						de tal acto, no se transforma sino en un campo de pura
						afectación y un cuerpo autoeficaz tanto simbólica
						como empáticamente, pleno de acontecimientos, de
						inagotables verba-verbos (de Brasi, 2008). Tanto el
						niño como la niña entran en el proceso del
						mito-complejo luego de este primer momento. Todos los caminos
						edípicos son posibles. No obstante, pareciera que cada
						uno y todos los caracteres se diseminan, no siendo la completud
						más que otra alucinación. El Edipo sólo se
						agota en el discurso mientras que el drama del socius lo
						abre a un universo extradiscursivo. Y es ahí donde debe
						buscarse su superación. 
						
						Por
						el momento, como se ha visto, Edipo sigue produciendo e
						impregnado la «arena social-histórica». 
						
						Entonces:
						el sujeto del análisis puede devenir un individuo-masa
						subsumido en la fascinación de una masa de dos,
						fácilmente analítica, pero también
						terapéutica. En todo caso, la circulación
						libidinal presenta el problema para el sujeto tanto como para
						el analista, de una posible deriva no menos peligrosa,
						castradora e inservible que la de las grandes
						formaciones de masa, o la de simplemente un grupo más o
						menos pequeño, pero con una fuerte concentración
						de sometimiento y jerarquía. La tarea que se presenta a
						la voluntad analítica, como del todo irrenunciable, es
						la siguiente: abrir los ojos del análisis más
						allá del estrecho desfiladero del Edipo. Una vez que se
						dibuja el diagrama de las identificaciones se obtiene un
						panorama global de la situación. Allí se
						coactualizan otros espacios del análisis, con sus
						propias temporalidades y dispositivos, que se cruzan «con
						la multiplicidad de series disparadas durante el quehacer
						clínico» (de Brasi, 2008, p. 115). De todos modos,
						es importante resaltar que «en ese movimiento ambivalente
						(…) dicho diagrama ha sido comprendido en su
						especificidad y rebasado en continuidad, más allá
						de lo sintomal y la red edípica como formas unilaterales
						de explicación» (de Brasi, 2008, p. 115). Cierto
						psicoanálisis no puede sino conjurar todo desborde
						masivo como extranjero; sus pertenencias al orden de la
						fantasía o lo simbólico, sus implicaciones
						históricas y lingüísticas, no parecerían
						encontrar más asidero que el de las coordenadas
						narcisistas, familiaristas, delimitadas puntualmente por
						aquello pasible de ser reducido a lo propio y lo personal,
						merced de un ejercicio humilde, piadoso y, de
						cierta forma, burocrático. Triste,
						ciertamente. Patético, en una palabra. 
						
						Ahora
						bien, más allá de las deformaciones y
						disciplinamientos heredados por la fuerza monumentalmente
						abigarrada de la tradición, por su apuntalamiento
						subrepticio en el ánimo de los analistas, tal vez estas
						tierras ignotas no son sean sino la introducción de lo
						real en los procesos del análisis. Tal vez lo más
						interesante sea «ver que justamente las aspiraciones
						sexuales de meta inhibida» logran crear ligazones o
						vínculos asaz duraderos entre los seres humanos. El
						individuo, como se ha dicho, no es sino una maraña,
						un enloquecido compuesto de identificaciones de los más
						diversos estatutos, ya simbólicas, tradicionales, ya con
						masas artificiales, ya restringidas, ya de guerra, de clase, ya
						mass-mediáticas. Todas esas líneas, y más,
						son las que dibujan un individuo. Una coactualidad
						ilimitada en la que el individuo perdura transitando
						lo que dura, sufriendo modificaciones y devenires
						imperceptibles. Los procesos identificatorios marcarán
						tanto los procesos del terror represivo como los de liberación.
						En aquéllos lo harán mediante la forma del «todos
						somos culpables» –residuo de una teología
						mundana y razón del terrorismo asentado
						inconscientemente en la identificación con el agresor.
						En la experiencia clínica jugará un papel
						determinante, en virtud de la coactualización de la
						multiplicidad represiva, el corte narcisista y la consecuente
						desidentificación con el agresor: de tal forma se le
						dará una clara dirección a la cura. En aquéllos,
						es decir en los procesos emancipatorios, estará llamado
						a jugar un papel no menos importante en la medida de que no es
						más que el valor identificatorio el que impulsa las
						creaciones de orden colectivo y, de suerte, en rebeldía.
						Si los colectivos no producen un movimiento identificatorio
						–con todas las complejidades que tal acción
						implica- mal podrá pensarse en que la revuelta
						acontezca: las revueltas no descansan en el deber, sino en el
						deseo. Se trata de hacer que los colectivos se identifiquen con
						ella y la carguen libidinalmente, pues en ello va la suerte del
						revoltoso. 
						
						En
						fin, ha de tenerse presente que las identificaciones
						no causan, justifican ni demuestran nada,
						«sino que componen regímenes afectivos, capaces de
						velocidades meteóricas, de congelamientos extremos, de
						estallidos y bloqueos, de agenciamientos colectivos
						imperceptibles (…)» (de Brasi, 2008, p. 127). Son
						condiciones de posibilidad. 
						
						6.
						Conclusiones 
						
						A
						partir del análisis socio-institucional-identificatorio
						que precede, se puede mostrar, entre otras cosas y retomando
						nuestras entregas precedentes, que el «fantasma»
						del psicoanálisis freudo-lacaniano no existe, es decir,
						que nunca es individual, sino siempre «fantasma» de
						grupo. La existencia de dos clases de fantasmas grupales
						descansaría en el hecho de que la identidad de las -así
						llamadas por Deleuze y Guattari- máquinas puede ser,
						también, de dos clases, a saber: o bien que las máquinas
						deseantes se subsuman en las grandes masas gregarias que
						forman, o bien que las máquinas sociales se articulen
						con las fuerzas moleculares que las habitan. De tal surte,
						puede ocurrir que el fantasma de grupo sea cargado en el campo
						social –donde podrían ubicarse formas de diverso
						tenor represivo- o, por el contrario, por una contracatexis que
						invista el campo social con un deseo rebelde, revoltoso,
						impertinente. Entre las máquinas, como se dijo
						oportunamente, no existe una naturaleza diferente, sino tan
						sólo una diferencia de régimen. 
						
						El
						fantasma de grupo siempre está maquinando a nivel
						del socius. Se presenta como inseparable de las
						articulaciones simbólicas que trazan un campo
						determinado en tanto que social y real. El fantasma
						–aparentemente- individual no vuelca sino sobre un
						soporte imaginario la riqueza de este campo. Sin embargo, él
						mismo está conectado al campo social que existe, sólo
						que de una manera imaginaria mediante la cual alucina un yo
						propio. Este sesgo imaginario del fantasma individual es
						determinante para pensar el trabajo de la pulsión de
						muerte. En efecto, la supuesta permanencia que se le atribuye
						al orden social imperante trae consecuencias: 
						
						implica
						en el yo todas las catexis de represión, los fenómenos
						de identificación, de «superyoización»
						y de castración, todas las resignaciones-deseos
						(convertirse en general, convertirse en un bajo, medio o alto
						cuadro), comprendida entre ellas la resignación de morir
						al servicio de este orden, mientras que la misma pulsión
						es proyectada hacia el exterior y volcada hacia los otros
						(¡muerte al extranjero, a los que no pertenecen a nuestro
						grupo!). (Deleuze & Guattari, 1985, p. 68) 
						
						Por
						otro lado, el fantasma de grupo posee un polo
						«esquizo-revolucionario» (esto es mera jerga
						deleuziano-guattariana, como por lo demás lo son todos
						los términos neo-lógicos de los señores
						psicoanalistas franceses) donde es central el hecho de poder
						vivir las instituciones como mortales, perecederas, lo que las
						hace pasibles de ser ya destruidas, ya transformadas en virtud
						de las articulaciones entre el deseo y el campo social,
						transvalorando la pulsión de muerte en un impulso
						instituyente.[20] 
						
						Mientras
						que el fantasma individual descansa en un yo que imagina
						constituirse merced de las instituciones vigentes, el fantasma
						de grupo no tiene por sujeto más que a las pulsiones que
						ensamblan máquinas deseantes a partir de la potencia
						«revolucionaria». El fantasma grupal conserva las
						disyunciones en la medida en que cada uno de sus miembros
						pierde su sujeto (su supuesto), pero no sus singularidades.
						Singularidades que, además, no cesan de entrar en
						conexión a través de los objetos parciales
						sobrevolando de un cuerpo a otro por encima de un cuerpo sin
						órganos producido por el grupo. 
						
						Los
						dos tipos de fantasmas o, todavía mejor, los dos
						regímenes del fantasma, se diferencian en virtud de que
						la producción social de bienes imponga
						su regla al deseo, utilizando un yo imaginario cuya unidad
						descansa en los propios bienes, o bien en virtud de que la
						producción deseante de afectos logre reglar las
						instituciones cuya elementalidad ya no se distingue de las
						propias pulsiones. 
						
						Deleuze
						y Guattari (1985) ven en Klossowski al iniciador del camino que
						ha de terminar con el paralelismo entre Freud y Marx. Entienden
						que no es sino en La moneda viviente (1970)
						donde empieza a perfilarse el descubrimiento de que la propia
						producción social y las relaciones de producción
						son, en sí mismas, una institucionalidad del deseo en
						cuya infraestructura trabajan las pulsiones y los afectos. En
						otras palabras, entienden que allí es donde empieza a
						perfilarse el descubrimiento de que el deseo forma parte de
						infraestructuras y que, además, no es sino en ellas
						donde se crea, junto con las formas económicas,
						tanto sus propias formas de represión como sus
						propios medios de liberación. Dice Klossowski
						(2010): «¿Acaso las normas económicas no
						forman a su turno una subestructura de afectos y no la
						infraestructura última (si es que hay una
						infraestructura en última instancia) constituida por el
						comportamiento de los afectos y las impulsiones?» (p.
						12) (cursivas en el original). Si es que hay una
						infraestructura… efectivamente. A lo que sugiere que
						una respuesta afirmativa no equivaldría sino a equiparar
						las nomas económicas al nivel de las artes, la moral, la
						religión o el conocimiento, es decir, «un
						modo de expresión y de expresión de las fuerzas
						impulsionales». Y más adelante agrega: 
						
						Que
						esta primera y última infraestructura se encuentre cada
						vez determinada por sus propias reacciones a las subestructuras
						anteriormente existentes, es indiscutible; pero las fuerzas
						presentes son aquellas que continúan el mismo combate de
						las infraestructuras en las subestructuras. Entonces, si esas
						fuerzas se expresan inicialmente en forma específica
						según las normas económicas, ellas mismas se
						crean su propia represión; y asimismo los medios para
						romper la represión que experimentan en diferentes
						grados (…).
						(Klossowski, 2010, p. 12) (cursivas en el original) 
						
						Como
						hemos señalado en nota al pie, uno de los primeros en
						señalar las deficiencias del economicismo y determinismo
						marxiano, fue el señor Bakunin. En efecto, en el alma de
						la chusma, del lumpenproletariado, del campesinado, de las
						meretrices, de los vagabundos, errantes, solitarios, en los
						estudiantes y en su juventud, en el espíritu de la
						lucha, en los poetas, no hay ciencia, y a veces ni siquiera
						conciencia, sino, antes bien, instintos de rebelión,
						deseos destructivos y violentísimos, también
						sublimes, también siniestros, impulsos y sentimientos y
						afectos contenidos… hasta que dejan de contenerse.
						Verdaderamente, en ese pequeño opúsculo citado y
						acá y acullá, desperdigado por toda la obra
						fragmentaria de este buen príncipe ruso, de este
						aristócrata (nótese la diferencia de procedencia
						entre él y su antónimo, el burgués judío,
						alemán y hegeliano), y decimos fragmentaria porque no
						concluía sus textos, apremiado por el ansia de la bomba,
						la confabulación o la conformación de cofradías,
						los dejaba a medio escribir, y lo que escribía, lo
						escribía a pelo. Sea como fuere, es él, contra la
						supuesta e imaginaria «ciencia» de los señores
						Marx y Engels, quien erige la hipótesis de que una
						revuelta no acaece fatalmente, ni determinadamente, ni
						necesariamente. Antes bien, descansa en el instinto de rebelión
						de las masas, esa chusma vilipendiada por los «científicos»
						Marx, Engels y Freud. 
						
						El
						desarrollo del fantasma de grupo basta para mostrar que el
						fantasma individual en tanto que tal no existe. Se trata más
						bien de dos formas de pensar los grupos: como grupos sujetos y
						como grupos objetos o sometidos. En éstos últimos,
						Edipo y la castración articulan una estructura
						imaginaria merced de la cual los individuos fantasmean su
						pertenencia al mismo. Ahora bien, ninguna de las dos clases de
						grupo es de una vez y para siempre conforme a sí misma,
						es decir, el grupo revoltoso o sujeto puede en cualquier
						momento burocratizarse, jerarquizarse, someterse en una
						palabra, mientras que los grupos objeto pueden, bajo
						determinadas circunstancias, devenir grupos sujetos. 
						
						Cuando
						aprendemos que el instructor, el educador, es el papá, y
						también el coronel, y también la madre, cuando
						de este modo se encierran todos los agentes de la producción
						y la antiproducción sociales en las figuras de la
						reproducción familiar, comprendemos que la alocada
						libido no se arriesgue a salir de Edipo y lo interiorice.
						(Deleuze & Guattari, 1985, p. 70) (cursivas en el original) 
						
						La
						interiorización funciona bajo la forma de una dualidad
						castradora entre un sujeto del enunciado y un sujeto de la
						enunciación, que en entregas anteriores hemos
						debidamente criticado, y es la que propicia un fantasma
						individual. Ahora bien, y como se sigue de lo hasta aquí
						expuesto, esta dualidad no puede ser sino falsa en tanto que
						desde ya supone una relación directa con la enunciación
						colectiva de los fantasmas de grupo. Todavía más,
						porque el propio «sujeto» junto con su atributo
						preferencial, esto es, la conciencia, no son sino un mito. Por
						lo siguiente: si se acepta la hipótesis de Suárez,
						retomada por Descartes sin citarle, el que piensa, y por lo
						tanto existe, no es el sujeto con su conciencia, sino el ángel
						engañador o genio maligno, toda vez que la conciencia es
						conciencia de algo, en este caso del engaño, de suerte
						que el engaño está asegurado y la existencia no.
						Entonces: el sujeto y la conciencia son el mito infundante de
						la modernidad. Ello piensa. Piénsese
						entonces: ¿qué es el inconsciente?[21] Ça
						va sans dire! 
						 
						
						Referencias
						bibliográficas 
						
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						Serrano,
						V. (2017). El orden biopolítico. Madrid: El
						viejo topo. 
						 
						
						Notas 
						
						1
						Don de Brasi entiende que «el alma tiene sentido en
						relación con la libido, y desde ésta no se
						transforma en sustancia, sino en lo que anima, mueve los
						fenómenos colectivos. (…) el alma, más que
						un sustrato o cosa parecida, es un compositum,
						formado a través de los elementos heterogéneos
						que la componen» (de Brasi, 2008, p. 39). 
						
						2
						Véase la segunda entrega de nuestra serie crítica
						respecto de la importancia de la noción de «problema»
						y sus derivados. Por su parte, de Brasi dice: «Freud
						afirma desde el comienzo “que toda psicología
						individual es simultáneamente social”. Pero: ¿cuál
						es el estatuto de este enunciado? Si fuese una premisa sería
						indemostrable. Si fuera una “certidumbre anticipada”,
						además de un sofisma sería una tautología,
						pues se supone lo que se debe demostrar. Si constituyera una
						“evidencia inmediata” carecería de interés.
						Entonces parece ser la puesta en escena de un problema a
						elucidar. Su transparencia es ilusoria» (2008, p. 19). 
						
						3
						En el libro de Juan Carlos de Brasi, La
						Explosión del sujeto,
						el texto de Le Bon aparece como Psicología
						de las multitudes.
						El título original en francés es Psychologie
						des foules,
						que bien puede traducirse como Psicología
						de las masas,
						aunque «foules», en rigor, se corresponda más
						con «multitudes». El diccionario Le Robert ofrece
						cuatro definiciones: 1. Multitude de personnes rassemblées
						en un lieu. 2. La
						foule : la
						majorité des humains dans ce qu’ils ont de commun
						(s’oppose à élite). ➙ masse, multitude.
						3. Une
						foule de : grand
						nombre de personnes ou de choses de même
						catégorie. ➙ armée ; familier tas. Une
						foule de clients, de visiteurs. Une
						foule de gens pensent que c’est faux. 4. En
						foule : en
						masse, en grand nombre. Le
						public est venu en foule. Consúltese
						en: https://dictionnaire.lerobert.com/definition/foule#definitions 
						
						4 Voy
						a dejar abierta, en esta nota, una puerta que conduce hacia
						otro punto de vista crítico. El señor Foucault,
						perteneciente a la tradición ilustrada y crítico
						notable, entre otras cosas, del psicoanálisis,
						interpreta el surgimiento de las masas en sentido moderno como
						directamente relacionado a la cuestión del gobierno, la
						gubernamentalidad, el implante de la sexualidad como deseo y el
						implante de un orden afectivo común, esto sería,
						un alma colectiva, es decir, una masa. Lejos de considerar a la
						masa como un fenómeno anómalo y peligroso, como
						Le Bon y Freud, no las considera sino como un dato que
						posibilita la emergencia de la biopolítica. «Estado
						de gobierno que ya no se define en esencia por su
						territorialidad, por la superficie ocupada, sino por una masa:
						la masa de la población (…)» (Foucault,
						2006, p.137). De tal suerte, acaece la masificación de
						la población por mor de la normalización
						biopolítica. La clave, invisible para Le Bon y Freud, es
						la siguiente: «(…) si estos autores hubieran
						atendido mejor a esa otra dimensión que era el consumo
						masivo habrían descubierto que el concepto de masa,
						lejos de contraponerse al de individuo, es correlativo a este
						en el sentido en que el individuo lo es para el análisis
						de Foucault, es decir, para la gubernamentalidad, algo que sólo
						resulta visible si se atiende a la herramienta económica
						como el quicio de esa articulación entre masa e
						individuo» (Serrano,  2017, pp. 171-172). Para
						decirlo en una palabra: el individuo y la masa no se
						contraponen, sino que son lo mismo, es decir, dos lados de una
						misma cosa. Y agrego: como se sabe, Foucault es un crítico
						de la idea de represión. Entonces, pregunto: si Foucault
						está en lo cierto: ¿se sostiene la hipótesis
						del inconsciente? Oportunamente meditaremos sobre ello. 
						
						5
						 Las palabras y las cosas. (Frente a lo que pone la
						idiocia) … no se puede más que oponer una
						risa filosófica… (en el original en francés,
						1966, p. 354). 
						
						6 Dice
						Deleuze (1980): «(…) el inconsciente, ni lo
						tenéis, ni lo tendréis jamás, no es un
						“ello estaba” cuyo sitio debe ocupar el “Yo”
						(Je). Hay que invertir la fórmula freudiana. El
						inconsciente tenéis que producirlo». (p. 90) 
						
						7
						 Esta idea es trabajada en Más allá
						del principio de placer (1920/1979). 
						
						8 «Künstliche
						Massen ha sido traducido habitualmente por `masas
						artificiales´. Éste es, ciertamente, su
						significado próximo, pero también otros le son
						muy cercanos e impregnan los usos terminológicos, como
						artefacticio (erkunstelt) o arte-facto; significado
						vecino de lo que en alemán se entiende por artificio,
						tan válido como el de `artificial´ para nombrar
						las formaciones de masas. Con el agregado de que al arte-facto
						le cabe perfectamente una tecnología (Künstlehre),
						supongamos de poder o de modos de subjetivación,
						aplicados a él. (…). En castellano, por otra
						parte, lo `artificial´ se incluye velozmente en el
						universo de la ficción, lo ficticio, lo ilusorio,
						familia que, a su vez, resta atrapada incorrectamente en la
						noción de imaginario» (2008, p. 41). 
						
						9
						Dice de Brasi (2008): «(…) el amor, proclive a la
						cohesión máxima, se define, por lo que excluye y
						el corte que le es consustancial, en las figuras textuales e
						históricas de la `crueldad y la intolerancia´
						religiosas. A esta altura debemos aceptar, entonces, que el
						amor en sí mismo entraña la posibilidad de
						transformarse en lo contrario (odio). Y, si no es enteramente
						una pulsión, por lo menos comparte uno de sus
						mecanismos» (p. 27). 
						
						10 Una
						referencia se hace aquí imprescindible. Bakunin, ese
						hombre grande y gran hombre, estudia detenidamente la
						psicología de la religión y del Estado en un
						texto que es, hablando con propiedad, un precedente en la
						formulación de las tesis freudianas de la competencia
						entre fanáticos abrigados por las mantas del dogma tanto
						religioso como político. Muestra cómo en las
						formaciones revolucionarias que reproducen la estructura
						estatista – jerárquica- la pauperización
						intelectual es moneda corriente, desnudando una mengua
						estrepitosa de la actividad crítico-reflexiva. La
						Iglesia y su debilitamiento, la fundación del Estado
						moderno –ya no con un asiento religioso, sino filosófico-
						(y, en esa época, el proyecto de fundar un Estado
						socialista con sus posibles –y cumplidas de hecho-
						consecuencias), y el odio y la competencia que suscita el
						principio del mismo para con los demás, la intuición
						de que una revolución se hace por deseo, y no por leyes
						fatales de la historia ni por un infraestructura económica,
						encuentran un intenso desarrollo en un simpático librito
						intitulado Dios y el Estado (2008), La Plata:
						Terramar. 
						
						11
						Al cual se le atribuye «las funciones de la observación
						de sí, la conciencia moral, la censura onírica y
						el ejercicio de la principal influencia en la represión.
						Dijimos que era la herencia del narcisismo original, en el que
						el yo infantil se contentaba a sí mismo. Poco a poco
						toma, de los influjos del medio, las exigencias que este
						plantea al yo y a las que el yo no siempre puede allanarse, de
						manera que el ser humano, toda vez que no puede contentarse
						consigo en su yo, puede hallar su satisfacción en el
						ideal del yo, diferenciado a partir de aquél»
						(Freud, 1921/1979, p. 103). 
						
						12
						 Está íntimamente ligada, lo cual habla de
						por sí y, ciertamente, lo hace demasiado, al espíritu
						de Tótem y Tabú. Dice
						Lévi-Strauss sobre el fracaso de este texto: «era
						necesario ver que los fenómenos que ponían en
						juego la estructura más fundamental del espíritu
						humano no pudieron aparecer de una vez por todas: se repiten
						por entero en el seno de cada conciencia, y la explicación
						que les corresponde pertenece a un orden que a la vez
						trasciende a las sucesiones históricas y a las
						correlaciones del presente. La ontogénesis no reproduce
						a la filogénesis, o lo contrario» (Lévi-Strauss,
						citado en de Brasi, 2008, p. 46). 
						
						13 Esta
						seudo-antropología es combatida en La Revolución
						sexual (1936/1993), de Wilhelm Reich -para poner un
						ejemplo del campo psicológico (revolucionario)-, donde
						se presenta una historia (o un intento de tal) del ser humano y
						sus variantes «estructurales» de la siguiente
						manera: en la sociedad primitiva, comunista y democrática,
						«la unidad es el clan, que comprende a todos los
						descendientes de la misma madre», es decir; el
						matriarcado. En el clan el matrimonio no existe; lo que sí
						existe son relaciones sexuales libres, amorales. ¿Qué
						sucede a partir de las trasmutaciones económicas? «El
						clan se somete a la familia del jefe,
						potencialmente patriarcal, el clan es destruido por la familia»
						(cursivas agregadas) (1936/1993, p. 175). Se opera un
						corrimiento de la unidad económica: del clan matriarcal
						a la familia patriarcal. De tal modo se da inicio a la sociedad
						de clases. A partir de aquí la familia se erige no sólo
						como unidad económica, sino y sobre todo como productora
						«de la estructura humana, haciéndola pasar de
						miembro libre del clan a miembro oprimido de la familia»
						(1936/1993, p. 175). El ser humano producido por la familia
						reproduce a su vez el sistema de clases y el patriarcado a
						partir de su estructura psíquica. «El mecanismo
						básico de esta reproducción es el cambio de la
						afirmación de la sexualidad por su represión; su
						fundamento es la dominación económica del
						jefe» (cursivas agregadas) (1936/1993, p. 175).
						¿Cuáles son los cambios que se operan de un
						estado de cosas al otro? «La relación entre los
						miembros del clan, libre y voluntaria, basada exclusivamente en
						los intereses vitales comunes, es sustituida por los intereses
						económicos y sexuales». En el plano del trabajo
						sucede que la libre realización del mismo es «sustituida
						por el trabajo obligatorio y la rebelión contra él»,
						y en el de la sexualidad se sustituye la libertad por la
						moralidad y el deber conyugal, es decir que «la vida
						dirigida según la economía sexual es sustituida
						por la represión genital, y con ella, por primera vez,
						los trastornos neuróticos y las perversiones sexuales»
						(1936/1993, p. 175). El organismo biológico, fuerte y
						altivo por naturaleza, se debilita y tiembla ante la deidad, la
						vida orgásmica es sustituida por la religión, y,
						por fin; «el ego debilitado del individuo busca su
						fuerza en la identificación con la tribu, después
						nación, y con el jefe de la tribu, después el
						patriarca de la tribu y el rey de la nación. Con esto,
						ha nacido ya la estructura del vasallo; el anclaje estructural
						de la subyugación humana queda asegurado» (las
						cursivas has sido agregadas) (1936/1993, p. 176). 
						
						15 Obviamente,
						como todo estudioso serio de la cuestión, comprendía
						la lengua germana. 
						
						16
						 Aunque también puede traducirse en tanto que
						sustantivo como ligadura, lazo, o ligazón. 
						
						17
						 Tanto la traducción de José L. Etcheverry
						(Ed. Amorrortu) como la del Dr. López Ballesteros (Ed.
						Biblioteca Nueva) hablan de lazos y ligazones; ninguna de
						vínculo. 
						
						18
						 En la medida en que habla de ellas, dice de Brasi, sería
						pertinente reelaborar la noción de investimento en tanto
						que remite a algo dado y no actúa sino sobre parámetros
						instituidos, mientras que las formas de socialidad nunca acaban
						de constituirse. 
						
						19
						 El tema de la justicia trágica se presenta como
						totalmente necesario para que el argumento –teatral- sea
						verosímil, esto es, para que tenga endoconsistencia más
						allá de que sea o pueda ser un disparate la escena de
						que se trata en la medida en que se la tome o considere de modo
						aislado. Por lo demás, es propio de la tragedia griega,
						y del psicoanálisis. Así, a modo de ejemplo,
						Aristóteles trabaja el siguiente caso en la Poética:
						«Y, puesto que la imitación tiene por objeto no
						sólo una acción completa, sino también
						situaciones que inspiran temor y compasión, y éstas
						se producen sobre todo y con más intensidad cuando se
						presenta contra lo esperado unas a causa de otras, pues así
						tendrán más carácter maravilloso que
						si procediesen de azar o fortuna, ya que también lo
						fortuito no maravilla más cuando parece hecho de
						intento, por ejemplo cuando la estatua de Mitis, en Argos, mató
						al culpable de la muerte de Mitis, cayendo sobre él
						mientras asistía a un espectáculo; pues tales
						cosas no parecen suceder al azar; de suerte que tales fábulas
						necesariamente son más hermosas» (Aristóteles,
						1974, pp. 161-2) (cursivas agregadas). Y el psicoanálisis
						es hermoso, maravilloso ciertamente. Y no hay nada de
						contradictorio en que esta afirmación sea vertida en un
						contexto de interrogación, por ejemplo, en virtud de El
						Anti Edipo o de esta crítica que usted lee.
						Ahora bien, esta justicia trágica que hace que el padre
						de familia se rebaje y que por ello no pague sino la hija
						autodegradándose, o que la estatua de Mitis mate al
						culpable de la muerte del propio Mitis en medio de
						una escena en la que él está
						presenciando un espectáculo, no significa
						necesariamente, ni mucho menos, que el inconsciente sea un
						teatro ni que, por añadidura, albergue y despliegue
						representaciones. No más que las que estaban en la
						cabeza de este buen hombre de Viena, para ser más
						precisos. 
						
						20 Aquí
						se ve, a todas luces, una afinidad entre el pensamiento de
						Deleuze y Guattari y el de C. Castoriadis, por un lado, y R.
						Lourau, por otro. Del psicoanálisis a la Castoriadis y
						su peculiar manera de concebirlo, y del análisis de El
						Estado inconsciente y la fuerza institucional,
						realizado por Lourau, nos ocuparemos oportunamente. 
						
						21
						Naturalmente, desplegaremos este punto cardinal en entregas
						subsiguientes. Por ahora, lo dejamos picando. 
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